Un baile más
Volver también es un acto de amor

Federico Delgado tiene 26 años y una vida entera dedicada a la danza. Nació en Quebracho Herrado, recorrió escenarios del país y del mundo, pero eligió regresar a San Francisco. En esta entrevista, habla del arte como forma de vida, del esfuerzo detrás de cada función, y del valor de quedarse para transformar.
Por Bautista Dutruel | LVSJ
Federico Delgado baila desde los cuatro años. Era tan chico que no lo recuerda con precisión, pero sabe que empezó siguiendo a una hermana, acompañándola, imitándola. Como si su cuerpo ya supiera que ese iba a ser su idioma. A esa edad, muchos chicos juegan a ser superhéroes. Federico jugaba a bailar. Y en el juego, encontró su forma de vivir.
Nació en Quebracho Herrado, un pueblo al que todavía llama “mi lugar”, aunque hace ya tiempo que vive en San Francisco, donde construyó su camino como artista, docente, coreógrafo y formador. Hoy tiene 26 años y una vida entera dedicada a la danza. No en sentido figurado. Literalmente: su día empieza y termina con movimientos, ensayos, ideas de puestas en escena, listas de reproducción, zapatillas gastadas, cuerpos en formación. Enseña en escuelas, en gimnasios, en academias, en barrios, en grupos y de forma individual. Está en todos lados, pero también está en sí mismo. Y en eso hay algo muy raro, muy profundo. Federico vive de la danza, sí, pero sobre todo vive por la danza. Y ese “por” lo cambia todo.
“Duermo poco”, dice sin quejarse, como quien asume que el amor a veces también quita el sueño. “Me levanto pensando en clases, me acuesto soñando con coreografías. A veces siento que dejo cosas importantes de lado, como momentos con mi familia o con mi pareja Nicolás, que me acompaña en todo… pero no puedo no hacerlo. Esto es lo que soy” confiesa.
Ese bailarín que duerme poco, que da clases en tres lugares distintos, que planifica puestas mientras viaja de una sala a otra, que arma vestuarios y corrige posturas con una sonrisa y los ojos marcados por el cansancio, es también lo que ama.
Federico no cuenta su vida como un sacrificio. La cuenta como una elección. Como un fuego que quema pero ilumina. “Muchos creen que los artistas tenemos vidas bohemias, libres, cómodas. No saben lo que hay detrás. Yo he pasado meses sin ver a mi familia por tomar capacitaciones. He trabajado sin parar. Pero cuando entendés que ese esfuerzo te forma, que te construye, que te moldea, lo hacés sin quejas. Lo hacés porque sabés que es ahora. Porque sabés que eso va a florecer”. Floreció. Si floreció.

En 2022 fue parte de una gira por Europa. En agosto de este año se va de nuevo con el grupo Popular Danzante de Córdoba. Viajó por el país. Participó en el Festival de Cosquín dos años seguidos como parte del ballet oficial. Y sin embargo, si algo emociona, es que a pesar de todo eso, o justamente por eso. Federico volvió. Elige estar en su ciudad. Elige formar. Elige quedarse.
No porque no pueda irse, sino porque sabe lo que significa quedarse.
“Acá en San Francisco hay una idea muy instalada: que si te quedás, no te ven. Que hay que irse para que te reconozcan. Y yo lo viví. Muchas veces sentí que no me reconocían, que no valía la pena seguir apostando acá. Pero con el tiempo entendí otra cosa. Entendí que hay un valor enorme en volver. Que cuando uno vuelve, trae lo aprendido, lo pone al servicio. Y la gente eso lo ve. Lo siente” nos cuenta.
Cuando Federico habla de la gente, no habla de públicos ni de seguidores. Habla de vecinos. De familias. De compañeros. De madres que llevan a sus hijas a clases. De adolescentes que no saben si seguir bailando o no. De adultos que vuelven a mover el cuerpo después de años.
“La gente de San Francisco se merece ver lo que tenemos. No solo verme a mí. Ver la danza, ver el arte. Ver que hay otras maneras de expresarse, de estar, de vivir. Y eso se logra trayendo. Por eso me voy, pero vuelvo. Porque siento que tengo algo para dar”, expreso.
Lo que tiene para dar no se mide solo en técnica. Se mide en entrega. Se mide en ese modo en que habla del escenario como si hablara de un templo. “Es sagrado”, repite, varias veces. “Ahí no estás solo. Estás con lo que sos. Con lo que viviste. Con lo que no te animás a mostrar todos los días. El escenario saca cosas que uno guarda. Que uno reprime. Ahí sos vos, entero”.
Y ese “vos, entero”, se nota.
Baila con el cuerpo, pero también con la voz. Con la forma en que mira. Con la forma en que cuenta. Hay algo en él que no se puede entrenar: una convicción, un respeto, una verdad que brota incluso cuando está quieto.
“Pisar un escenario afuera del país es indescriptible”, dice. “Es como cuando la Selección entra a la cancha. Literal. Uno siente que está representando a todos. Escuchar el himno afuera, bailar con la bandera detrás… No se puede explicar. Es emoción pura” en ese instante, su voz se quiebra.
Pero si hay algo que quiebra más que su voz, es su último mensaje. Ese que no tenía pensado dar, pero que apareció. Ese que no está en los libretos ni en las entrevistas pautadas. Ese que sale cuando se habla desde el corazón.
“No podemos seguir bailando por un choripán y una coca. Nuestro trabajo vale. Nuestro cuerpo vale. Nos preparamos, nos capacitamos, invertimos, ensayamos, sufrimos. Y muchas veces, cuando terminamos un show, lo único que nos dan es una sonrisa y una gaseosa. No alcanza. Eso no nos paga los zapatos, ni las lesiones, ni las horas sin dormir”. Y entonces todo toma otra dimensión.
Porque Federico no está hablando solo de él. Está hablando de todos. De músicos, de bailarines, de actores, de cantantes. De esa legión de artistas que todos admiran, pero que muy pocos valoran. De esos que trabajan con el cuerpo, que lo dejan todo y que muchas veces se vuelven a casa en colectivo con el vestuario en una mochila rota y los ojos llenos de frustración.
“No pedimos lujos. Pedimos respeto. Que nos reconozcan. Que entiendan que esto es un trabajo. Que lleva horas, esfuerzo, dolor. Y que merece ser pagado. Que merece ser valorado”.
Y sí. Federico volvió. Volvió con todo lo aprendido, pero sobre todo, volvió con todo lo que quiere enseñar.
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Dice que si pudiera hablarle a su niño, a ese de cuatro años que empezó imitando a su hermana, le diría que sueñe fuerte. Que dibuje lo que quiere. Que lo imagine. Que lo anhele.
Y a su adolescente le diría que no afloje. Que la adolescencia es difícil, pero que hay que insistir. Que no se trata solo de tener talento, sino de tener ganas.
Y al adulto, al Federico de hoy, le dice lo que todos deberíamos decirnos más seguido: que busque lo que ama, aunque le dé miedo. Que no todo va a salir como lo planea, pero que todo sirve. Que toda forma. Que si hay que soltar, se suelta. Que el miedo también es parte.
Y después, le habla a las familias. “Acompañen. Apoyen a ese niño que quiere bailar. Aunque hoy quiera danza y mañana fútbol, no importa. Que pruebe. Que explore. Que descubra. Porque si de chico siente que lo acompañaron, de grande va a confiar en lo que ama. Va a animarse a elegir. Va a ser libre”.
Federico Delgado no vino a hablar de él. Vino a hablar de los bailarines. De lo que duele y de lo que cura. De lo que cuesta y de lo que vale. De cómo se construye el arte en ciudades que muchas veces no creen en sí mismas. De cómo un cuerpo puede volver. Y al volver, hacernos sentir un poco más en casa.