Análisis
Violencia juvenil: consternación y una señal de alerta desatendida

San Francisco volvió a ser escenario de un hecho que sacude los cimientos del entramado social: el asesinato de un joven de 15 años, supuestamente a manos de otro adolescente. El crimen de Guillermo Chiarotto Gattino, así como episodios anteriores -como el ocurrido frente al cañón de Rigar’s, que marcó la memoria urbana hace décadas- muestran que la violencia juvenil no es un fenómeno nuevo, aunque sí más visible hoy.
Nuestra comunidad ha vuelto a ser, en estos días, escenario de un hecho que sacude los cimientos del entramado social: el asesinato de un joven de 15 años, supuestamente a manos de otro adolescente. El caso, de por sí estremecedor, pone en evidencia la dimensión del problema que enfrentamos: la violencia juvenil, la agresión que llega al crimen, no es una excepción sino una señal de alerta desatendida.
No se trata de caer en generalizaciones ni en discursos que criminalicen a la adolescencia. Por el contrario, el hecho debe interpretarse como un síntoma de una compleja red de variables que vienen erosionando, desde hace tiempo, los vínculos sociales, las instancias de contención y los canales de orientación que históricamente han contribuido a la formación de las nuevas generaciones.
Dejando de lado la pretensión de dictar cátedra acerca de las razones que determinan las conductas sociales en un marco de complejidad creciente, el aporte sociológico permite iluminar reflexiones imprescindibles para tomar nota del problema. Son numerosos los estudios que advierten sobre el avance de procesos de desintegración comunitaria que afectan especialmente a las nuevas generaciones. Uno de los padres de la sociología, Emile Durkheim, hablaba ya en el siglo XIX del concepto de anomia para describir el estado de desregulación social, de pérdida de normas y referencias colectivas que produce desorientación y conductas destructivas. En contextos donde las instituciones básicas y el Estado no logran cumplir adecuadamente su función, los jóvenes quedan a la deriva, expuestos a influencias nocivas y sin proyectos vitales claros.
Por ello, el hecho que hoy conmueve a San Francisco no puede leerse únicamente como un caso individual. Debe ser abordado, además, como una expresión de una problemática estructural: el debilitamiento de las redes de cuidado, el aumento del consumo problemático de sustancias, la pérdida de referentes adultos significativos, el empobrecimiento material y simbólico de la infancia y la adolescencia. San Francisco no es ajena a estos procesos. De hecho, episodios anteriores -como el ocurrido frente al cañón de Rigar’s, que marcó la memoria urbana hace décadas- muestran que la violencia juvenil no es un fenómeno nuevo, aunque sí más visible hoy.
El trágico episodio no puede ser abordado con liviandad, pero tampoco debería conducirnos a respuestas apresuradas o reduccionistas que impidan comprender su complejidad. Como señala Marc Augé en Los nuevos miedos, “el mundo contemporáneo nos enfrenta a una verdadera madeja de miedo. Esa madeja es la que tenemos que tratar de desenredar a fin de poder analizar las causas, las consecuencias y las posibles continuaciones del malestar generalizado que parece haberse apoderado de las sociedades humanas y amenazar su equilibrio”.
Empatía y solidaridad, dolor y consternación son sentimientos que afloran en estos casos. Pero no pueden ser razones para desviar la mirada. Por el contrario, se impone la necesidad de examinar los factores que confluyen en hechos como éste. Porque la muerte absurda de un adolescente profundiza la incertidumbre colectiva: crece el temor de que se esté clausurando la puerta a los sueños.