Análisis
Vergüencitas ajenas

Remiten a cuestiones políticas, judiciales e ideológicas que pueden generar incomodidad y desaprobación. La semana transcurrió entre discusiones por el precio de las empanadas y los pastelitos, la nueva estatalidad kirchnerista, el paka paka libertario, el revival de los espías y el insólito reality show de una jueza.
Por Fernando Quaglia | LVSJ
Hay situaciones que generan un malestar compartido. En ciertos entornos sociales, por ejemplo, se percibe cuando alguien dice o hace algo que puede desagradar al resto: una broma fuera de lugar o una conducta inapropiada en un espacio público. Somos capaces de manifestar rubor o incomodidad cuando presenciamos actitudes que consideramos desubicadas.
En la discusión de los asuntos de interés público, más allá de las posiciones ideológicas, con frecuencia aparece esa misma sensación de incomodidad frente a circunstancias que desdibujan los principios del debate político, los valores republicanos, la institucionalidad y la responsabilidad pública. En todos los casos, esa incomodidad tiene nombre: vergüenza ajena.
Ricardo Darín habló del precio de las empanadas. El comentario, sencillo en apariencia, derivó en una controversia que ocupó espacio en medios y redes sociales. Al ministro de Economía, Luis Caputo, esas palabras le dieron “vergüencita ajena” porque, según dijo, “se quiso hacer el nacional y popular y dijo una estupidez”. No se sabe si tuvo una reacción similar cuando, sin lectura contextual de esas expresiones, las usinas digitales libertarias se encargaron de defenestrar al actor más prestigioso del país.
Por suerte, al debate no se sumaron los “pastelitos a dos lucas” de los que se quejó Cristina Kirchner. Sin embargo, otro pasaje de su última intervención pública pudo haber generado “vergüencita” en sus fieles seguidores: al reflexionar sobre la eficacia de la metáfora de la “motosierra” utilizada por Javier Milei, sostuvo que muchas personas se identificaban con esa imagen tras haber sido desatendidas en oficinas públicas o centros de salud. Fue una autocrítica implícita, difícil de ignorar, sobre las falencias del Estado durante los años en que ella ejerció funciones de máxima responsabilidad.
Fueron precisamente esas administraciones las que terminaron vaciando de contenido aquello del “Estado presente”. Un Estado al que Cristina quiere convertir en eficiente. Al parecer, ahora tomó nota de que no lo es. Y, para evitar que los votos del Conurbano, antes cautivos, sigan huyendo en masa del peronismo, informalmente, le habría recomendado al gobernador de Buenos Aires que contrate meteorólogos y no encuestadores para anticipar el resultado de las elecciones provinciales de septiembre próximo. La insinuación es clara: si llueve en los días previos a los comicios, podrían acentuarse las consecuencias de décadas de desinversión en infraestructura, dejando otra vez en evidencia la histórica deficiente gestión del peronismo en distritos bonaerenses, considerados como sus bastiones electorales.
Por cierto, a los principales referentes del gobierno nacional no los conmueve lo que Cristina dice sobre la “nueva estatalidad”. La reducción de los índices inflacionarios y la estabilidad cambiaria luego de la salida parcial del cepo son evidencias de que avanza la nueva estatalidad que promueve la libertad de mercado y económica. Pero no manifiestan “vergüencitas” cuando menosprecian las libertades políticas y de expresión. Según ha trascendido, el “paka paka libertario” poco tendría que envidiar al kirchnerista. También ha generado inquietud en diversos sectores la difusión del contenido del Plan Nacional de Inteligencia. Tal como informó el periodista Hugo Alconada Mon en La Nación, uno de los apartados del plan establece la posibilidad de “recabar información” sobre quienes puedan “erosionar” la confianza pública en los funcionarios encargados de la seguridad nacional. Según la información difundida, el texto no aclara si se refiere a agentes extranjeros, periodistas, especialistas o ciudadanos. La ambigüedad de la redacción abre la puerta a interpretaciones preocupantes, especialmente si se la vincula con prácticas de vigilancia o estigmatización de la historia reciente. A propósito, la descarga fanática y las amenazas contra el periodista replican prácticas lamentables y ya conocidas.
Por último, un Estado verdaderamente eficiente jamás habría avalado el ascenso de la jueza que convirtió el juicio por la muerte de Diego Maradona en un espectáculo de la denominada telerrealidad. La búsqueda deliberada de visibilidad mediática exhibida por la magistrada constituyó una muestra de narcisismo exacerbado. Todo lo contrario a lo que, en teoría, debe encarnar la figura de un juez, en especial en un caso de alta sensibilidad social y emocional. Le sobró descaro. Ni siquiera consideró que debía exhibir sobriedad, rigor y respeto por las partes involucradas. El juicio por la muerte del ídolo que proclamó que “la pelota no se mancha” volvió a foja cero. Con su insólito intento de autopromoción, la jueza Makintach le cargó una mancha más a la Justicia. Pero esta es de las que no se borran con facilidad.
“Altro que vergüenza ajena”, diría el nono.