Fútbol
Iván Juárez: una vida guiada por el fútbol y la fe
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Volvió cuando Atlético Rafaela estaba al borde del abismo y lo devolvió a su lugar, en una historia que excede al fútbol: Iván Juárez, el entrenador que transformó un ascenso en el cierre de un recorrido personal marcado por la fe, la familia y la resiliencia.
El ascenso de Atlético de Rafaela fue para el club un logro deportivo trascendente, pero para Iván Juárez significó mucho más que un resultado. Fue la síntesis de una vida atravesada por el fútbol, las decisiones difíciles y una convicción inquebrantable. “Fue un alivio enorme. Un agradecimiento puro”, resume el entrenador.
Su historia comenzó bien abajo, como la de tantos futbolistas del interior. “Arranqué en el baby fútbol en Estrella del Sur, después pasé por Defensores de Frontera y jugué en la Liga Amateur”, recuerda. Allí transitó Cuarta, Reserva y Primera hasta los 16 años, cuando llegó la oportunidad de jugar en Sportivo. “Con la “Verde” salimos campeones de la Liga Cordobesa”, cuenta, marcando uno de los primeros hitos de su carrera.
El camino parecía encaminado, pero una decisión dirigencial cambió el rumbo. Belgrano de Córdoba quiso comprar su pase, pero la transferencia no se concretó. “En ese momento decidí irme a jugar al campo, a Pellegrini”, relata. Lo que parecía un paso atrás terminó siendo una puerta inesperada. Allí fue visto por Raúl Espindola, exdelantero rafaelino, quien lo recomendó para una experiencia impensada: Ecuador.
“Es una locura, pero pasé de jugar en Pellegrini a jugar en Primera División”, dice Juárez. Primero viajó su hermano Mario y luego él. A los 23 años defendió las camisetas de Macará y Deportivo Cuenca, siempre en la máxima categoría. “Jugábamos contra Barcelona, Emelec, contra todos los equipos grandes”, recuerda. Estuvo dos años en ese país hasta que la vida volvió a marcar prioridades. “Mi señora quedó embarazada y decidimos volver a San Francisco para que nuestra hija naciera acá”, explica.
El regreso fue también un momento de replanteo. Compró un kiosco de revistas y pensó que el fútbol podía pasar a un segundo plano. “En ese momento creí que el fútbol ya estaba”, admite. Sin embargo, el destino volvió a empujarlo. Probó suerte en el sur, en Caleta Olivia, disputando el Argentino B. “Fue durísimo, una experiencia que no volvería a vivir”, confiesa. Cinco meses después regresó a la región y recaló en Ramona, en la Liga Rafaelina.
Una vez más, el fútbol volvió a sorprenderlo. “Me vieron jugar en Ramona y Atlético me llamó”, recuerda. Estuvo poco más de un mes, convirtió diez goles y el club decidió comprar su pase. Así comenzó una etapa fundamental. “Atlético es parte de mi vida. Es el lugar donde fui feliz”, dice sin dudar. Allí vivió ascensos, permanencias y construyó una identificación profunda con la institución, al punto de sentir que el club lo cobijó en distintos momentos. “Yo en Atlético gané tres veces. Es un montón”, subraya.
Más tarde llegaron Sportivo Belgrano —donde ayudó a salvar la categoría— y Mitre de Santiago del Estero. En el club santiagueño, disputando el Argentino A, decidió retirarse a los 38 años. “Quería retirarme yo y no que me retire nadie”, afirma. Fue en 2014, tras una semifinal perdida ante Talleres de Córdoba. “Una vez que te retirás, no volvés más. Yo quería decidirlo”, sostiene, dejando clara una idea que lo acompañó también en su paso al rol de entrenador.
Después del retiro eligió frenar. “No quería seguir en el fútbol profesional, quería disfrutar a mis hijas”, cuenta. Padre de tres mujeres, decidió recuperar tiempo familiar. “Tengo tres mujeres: Clara, Lola y Lucía”, enumera con orgullo. Trabajó como coordinador general en San Vicente durante cinco años, abarcando todas las categorías del club. “Fueron años maravillosos”, recuerda. La pandemia cambió el escenario y apareció una nueva oportunidad: ser ayudante de campo de Iván Delfino en Patronato y luego en San Martín de Tucumán. “Me fui porque era un momento incierto, no sabías qué iba a pasar”, explica sobre aquella decisión.
Cuando ese ciclo terminó, volvió a San Vicente, hasta que Atlético de Rafaela volvió a llamarlo. El club atravesaba una crisis profunda, estaba peleando para quedarse en la B Nacional Llegó como director deportivo, pero en menos de un mes terminó sentado en el banco. “El equipo estaba prácticamente descendido”, reconoce. No alcanzó para evitar la caída, pero decidió quedarse. “Me pidieron que continúe y acepté el desafío del Federal A”, explica.
Sobre aquel golpe, Juárez marca una distancia sin esquivar el dolor: “El dolor fue muy grande por el club”, admite, aunque también pone contexto. “Es como una fábrica fundida: si te la dan al final, es muy difícil salvarla”, compara. En ese panorama, eligió reconstruir desde abajo y con un objetivo claro: devolver a Atlético a un lugar más acorde a su historia. “Nosotros somos un club muy grande para estar en esa categoría”, sostiene.
La categoría resultó tan compleja como esperaba. “Es muy difícil: viajes largos, canchas desparejas, mucho desgaste”, enumera. Atlético, un club grande, debía demostrarlo. Juárez armó casi desde cero un plantel nuevo. “Quedaron muy pocos jugadores”, explica, y detalla que el armado tuvo un componente especial: “Trajimos jugadores muy importantes a bajo valor por convencimiento, por lo que es el club, por lo que significa”.
En el camino al ascenso hubo una escena cargada de simbolismo: el cruce decisivo con Sportivo Belgrano. Para Juárez fue inevitablemente movilizador. “Es raro… es difícil, porque estoy identificado con el club”, admite. Recuerda aquellos años de esfuerzo y potrero: “Éramos pibes que jugábamos porque nos gustaba jugar a la pelota, no cobrábamos nada”. Y, lejos de polemizar, elige reconocer el crecimiento institucional que vio con sus propios ojos: “Ver cómo está Sportivo hoy me llena de orgullo. Cambiaron todo: el predio, la pensión, el gimnasio… es maravilloso lo que hicieron”.
El esfuerzo de la campaña tuvo su punto máximo en el ascenso. La imagen de Juárez besando una medalla del Padre Pío y una estampita de la Virgen recorrió las pantallas como síntesis de un camino cargado de sacrificio. “Fue agradecimiento puro”, insiste, y lo resume con una frase que atraviesa toda su historia: “Nada me fue regalado. Todo lo forjé con sacrificio”. No es una declaración más: nadie en Atlético Rafaela logró lo que consiguió Iván, ascender dos veces como jugador y también como director técnico.
Hoy, con el objetivo cumplido, analiza su continuidad. “Estamos en un proceso de análisis, de las dos partes”, cuenta sobre las conversaciones. La idea, aclara, no es únicamente sostenerse: “Atlético no es un club para quedarse cómodo, siempre tiene que pelear cosas importantes”. Sabe también que el rol de entrenador es más complejo que el de jugador. “Como jugador disfrutás más. Como técnico dependés de todos y cargás con mucha responsabilidad”, afirma, poniendo en palabras lo que tantos técnicos sienten.
En paralelo, Iván sigue mostrando un costado formativo que lo acompaña desde San Vicente: el de empujar a los jóvenes. “Yo trato de ayudar a los pibes de San Francisco, porque me pasó a mí”, cuenta, mencionando nombres y situaciones que lo conectan con esa tarea de abrir puertas, orientar y aconsejar en momentos clave.
Atlético es su casa. San Francisco, su raíz. El fútbol, su idioma. Y el ascenso, esta vez, fue mucho más que una vuelta de categoría: fue el cierre de un camino largo, áspero y profundamente personal.
