Análisis
Un debate central
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La difusión del proyecto de Libertad Educativa permitiría reabrir una discusión sobre el rol del Estado, la familia y la escuela. Aun entre consensos difíciles de alcanzar, cambios sensibles y propuestas de reformas profundas, la mejor noticia es que la educación vuelve al centro de la discusión pública.
La difusión del proyecto de ley denominado de Libertad Educativa, que vendría a reemplazar a la actual Ley de Educación Nacional, ha comenzado a generar repercusiones en varios ámbitos y, con ello, se ha iniciado un debate crucial para el futuro de nuestro país.
La discusión sobre la estructura del sistema educativo -sus bases, su operatividad y sus resultados- implica ingresar en el terreno ideológico y, fundamentalmente, en el filosófico. Es lógico que se produzcan perturbaciones en los sectores más involucrados en esta problemática cuando se pretende modificar qué se debe enseñar, cómo debe hacerse y qué forma debe adquirir la arquitectura del sistema. Bienvenidas sean. Porque abren la posibilidad de revertir la decadencia educativa de la Argentina. En este punto, es preciso sostener con énfasis que no cambiar nada es la peor opción.
El cruce de ideas sobre cómo debe encararse la educación en el país se verifica en el contraste entre la Ley Nacional que rige desde 2006 y el proyecto difundido días atrás por el actual gobierno. El objetivo es el mismo: regular el sistema educativo. Pero los paradigmas filosóficos son bien distintos. La mirada sobre el rol del Estado -como actor principal del sistema o como ente subsidiario- es ejemplo de cuán difícil puede ser encontrar puntos de conexión que habiliten consensos.
Las diferencias conceptuales, filosóficas y operativas entre la ley vigente y la que pretende reemplazarla son evidentes. En este contexto, algunos análisis provenientes de sectores interesados -como los sindicatos docentes, por caso- son legítimos y deben ser receptados aun con los sesgos que provienen de la posición en el sistema y las visiones ideológicas que encarnan.
El papel del Estado y de la familia constituye el núcleo sobre el que se edifican estas normas. Actualmente, el primero tiene una misión indelegable y la segunda es considerada un agente natural, aunque inmersa en una política de Estado que la contiene. En lo que, si se aprueba, sería el nuevo sistema educativo, se refuerza el rol subsidiario del Estado y la familia asume mayores responsabilidades en el ejercicio del derecho a elegir la educación de sus hijos. En este punto, una reflexión publicada días atrás en un diario capitalino merece analizarse: “Un vínculo saludable entre Estado, familias y escuelas no descansa en la subordinación, sino en la corresponsabilidad. El Estado garantiza derechos; la escuela educa; la familia acompaña, apoya y participa. La igualdad de oportunidades no se construye vaciando la responsabilidad familiar, sino fortaleciéndola”, escribió Edgardo Zablotsky, miembro de la Academia Nacional de Educación.
A partir de allí, el proyecto avanza hacia temas sensibles como la posibilidad de otorgar mayor autonomía pedagógica e institucional para definir planes de estudio a partir de contenidos mínimos comunes; distintos modos de organización escolar; evaluaciones permanentes con resultados públicos que servirían como base para el financiamiento escolar y la elección familiar de los institutos, entre otras consideraciones.
También legaliza formas alternativas de enseñanza fuera de la escuela, como la educación en el hogar o en entornos virtuales, que deben validarse a través de exámenes. Introduce asimismo el examen nacional de egreso del Nivel Secundario, que sería voluntario pero orientado a la inserción laboral y al acceso a la educación superior. Además, decreta modificaciones que, seguramente, serán motivo de arduas polémicas: declara la educación como servicio esencial, lo que limitaría el derecho de huelga; promueve -como en otros países de la región- el financiamiento directo a las familias a través de vouchers; no brinda precisiones sobre el financiamiento del sistema ni determina el porcentaje del presupuesto nacional destinado a la educación; elimina la estabilidad automática de maestros y profesores, quienes serían evaluados cada cuatro años; y cambia la fórmula de distribución de los recursos universitarios.
Si el proyecto de ley de Libertad Educativa avanza en el Parlamento, se agitarán las discusiones políticas e ideológicas entre pedagogos, legisladores, políticos, sindicalistas, docentes y estudiantes. Es de esperar que ese “ruido” alcance también a otros ámbitos, que no sea solo una contienda de “expertos”. Es verdad que asoma el riesgo de no llegar a puerto. Sin embargo, no asumir el debate sobre el cambio educativo es más peligroso.
Immanuel Kant, en la introducción de sus Reflexiones sobre la educación, definió a la educación como “el problema mayor y más difícil que puede planteársele al hombre”. Porque “las luces dependen de la educación y la educación depende de las luces”. La necesidad de que las luces aparezcan es, posiblemente, el primer motivo para abordar la educación como prioridad.
Por eso, la mejor noticia es que convierta en tema de discusión nacional.
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