Historias de Liga
Un barrio, un arco y una historia de fe: Leo Corzo y La Milka
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Entre las calles de tierra y los sueños del arco, su historia demuestra que a veces el fútbol devuelve mucho más que una pelota: devuelve pertenencia, cuerpo y destino.
El barrio de La Milka late distinto los días de partido. Se huele el asado desde temprano, se cuelgan las banderas, y siempre hay alguien con la azul y amarilla doblando la esquina de 1° de Mayo y Antártida. Entre esas escenas que parecen de película —pero son de acá— está la vida de Leandro Corzo. El arquero que volvió a atajar cuando muchos creían que ya no iba a poder ni caminar. El pibe que de chico se sentaba del lado de la Calle Antártida, que en ese tiempo era de tierra, y miraba a La Milka como quien mira un mapa del tesoro. “Hice todo el Baby en Tarzanito —dice—. Cuando salía de entrenar me cruzaba a ver a La Milka. No importaba contra quién jugaba: yo quería estar ahí”.
El fútbol, en la infancia, se aprende antes con el cuerpo que con los libros. Un día, a los 13, la vida le devolvió el gesto: debutó en Primera con La Milka, un partido contra 24 de Septiembre que aún hoy nombra con la precisión de lo inolvidable. Desde entonces, su vida y el club quedaron cosidos a la misma tela. Jugó, creció, se fue un tiempo a otros equipos, volvió, y cada regreso fue una confirmación. Pasó por San Bartolo —donde fue campeón de la Liga Regional en 2006/2007—, por El Fortín y por Esmeralda. También se puso al hombro el semillero: formó arqueritos en el Baby, enseñando la rutina que no se ve en las fotos —posición de manos, lectura de pelota, paciencia—, esa artesanía silenciosa que hace grandes a los arqueros cuando nadie mira.
En 2017 decidió parar. No por lesión, ni por pérdida de ganas: por cansancio. Los viajes, el trabajo, la vida que a veces se apura demasiado. “Quería tomar aire”, cuenta. Lo que no imaginaba era que ese respiro iba a convertirse en una carrera contra reloj. En 2020, sin aviso, el cuerpo empezó a hablar otro idioma. Primero, señales sueltas: piernas duras, fuerza que se iba, memoria que se deshilachaba en el día a día. Después, la certeza: estudios, internaciones, el pasillo de hospital que huele a frío y el diagnóstico que cambia todo: un tumor en la hipófisis, la glándula que regula el sistema hormonal. “Es el fusible del cuerpo —explica—. Yo no sabía ni lo que era. Hasta que me dijeron que si no respondía al tratamiento podía perder la movilidad”.
No hubo cirugía, pero sí un camino largo: medicamentos, controles, y más de 300 sesiones de kinesiología. Volver a aprender movimientos que parecían obvios. Volver a sentir las piernas. “Una de mis alegrías fue esa —dice—: salir una mañana y sentir las piernas de nuevo. A veces uno no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde”. Fue un proceso con equipo: el kinesiólogo Martín Verra; el profe Pablo Albertinazzi; la nutricionista Flor Fontanini; la salud mental como pilar, con el psiquiatra Pablo Lanzetti y la psicóloga Flor Vidal. Y, alrededor, la primera hinchada: su novia, sus viejos, su hermano, los amigos de toda la vida.
El club, mientras tanto, no se olvidó de él. Hubo llamados, ofrecimientos concretos: el salón a disposición, ventas solidarias, lo que hiciera falta. La Milka, que a veces parece más un barrio-estadio que un club, lo abrazó como abraza a los suyos. Y Leo, que ya tenía el cuerpo ocupado por el tratamiento, tuvo la cabeza ocupada por una idea simple y enorme: volver.
Febrero de 2024. El médico lo autoriza a moverse un poco más: bicicleta, ejercicios, aire nuevo. “Pasaba por la esquina del club y sentía que me llamaba —dice—. Mi novia me dijo: ‘Si no vas, no vas a volver nunca’. Y fue así”. Volvió primero a lo que sabía de memoria: entrenar arqueros. Mirar a los pibes desde el costado, corregirles el paso, enseñarles a esperar, a no quemarse por un error. Pero un día sonó el teléfono. El técnico lo necesitaba. El equipo lo necesitaba. “Tenía miedo —admite—. Hacía siete años que no jugaba. Y ella me dijo: ‘Si no le tuviste miedo a la muerte, no le vas a tener miedo a un partido’. Me marcó”.
El regreso fue en Colonia Marina. Y la vida, que a veces ordena el calendario con ironías, eligió un fin de semana especial: el aniversario de su internación en Buenos Aires. “Dos años atrás estaba rodeado de cables —dice—. Ese día estaba en una cancha”. Esa tarde volvió a ser jugador. Y algo más que jugador: un símbolo. La Milka clasificó al Absoluto después de 25 años y, en la semifinal contra La Francia, Corzo atajó el penal que selló la historia. “Fue una película. Todo el mundo lloraba”. La emoción no fue solo por el resultado. Fue, sobre todo, por lo que el fútbol puede devolver cuando la vida aprieta: un lugar, un nosotros, un motivo.
El sueño que guardaba como promesa se hizo escena concreta: entrar a la cancha de la mano de su ahijada Alfonsina. Verse otra vez a través del tejido, esta vez del lado del sol y del pasto, y no desde el vidrio de una cama. Esas imágenes no precisan explicación: se sienten. Como se siente La Milka cuando el barrio se arma para viajar de visitante, cuando se juntan para rifas, cuando las madres y las novias entran con cintas rosas en el mes de concientización del cáncer de mama, cuando se ilumina de amarillo por la prevención del suicidio, cuando un compañero necesita ayuda y el plantel entero sale a vender para darle una mano.
La Milka también cambió. Hoy tiene un departamento social activo y un pulso comunitario que trasciende el resultado del domingo. “Acá nadie cobra —dice Leo—. Al contrario: todos trabajamos, vendemos, organizamos. La Milka es familia. Es un lugar donde te abrazan”. Y cuando dice “familia” no habla en abstracto: habla de Costilla (Fernando Godoy), que fue su compañero grande cuando él era el chico y hoy es presidente; de Lauti, el hijo de aquel compañero, que ahora juega con él y se invierten los roles; de Pablo Rivalta, con quien compartió cancha y hoy lo dirige.
A veces lo sorprende otra dimensión del cariño: “El año pasado, hijos de amigos del barrio me pedían que les firmara la remera. Era loco. Pero eso es lo que se siente acá: un movimiento popular”. En esas dos palabras condensa una identidad: no es solo un club; es un modo de estar juntos. Por eso, cuando le llegaron ofertas de otros equipos —sí, a los 37 también llegan—, la respuesta salió sin pensarlo demasiado. Se queda. Porque la geografía afectiva pesa más que cualquier distancia.
Volver a atajar, después de todo, fue también volver a vivir. Volver a caminar el mismo pasillo del vestuario con el cuerpo entero; volver a escuchar la pelota que golpea el guante; volver a mirar al árbitro a los ojos; volver a sentir que el arco es hogar y deber; volver a entender que el miedo no se derrota con heroísmos, sino con paciencia. Si algo le dejó la enfermedad, además de cicatrices invisibles, es una certeza: el cuerpo habla, y hay que escucharlo.
¿Y el futuro? No se aventura con declaraciones altisonantes. Lo dice como lo sienten los arqueros cuando se acomodan los guantes antes de un penal: con calma. Sueña con ver a La Milka campeón. No sabe si le va a tocar vivirlo desde adentro o desde la tribuna, del lado de la calle Antártida como cuando era chico. Sabe que va a estar ahí. Y que, gane o pierda, lo importante ya le pasó: volvió a la cancha de la mano de su ahijada. Volvió a su lugar en el mundo.
Leo lo resume de una manera que no necesita edición: “La Milka tiene algo que no se explica, se siente. Es un refugio, una familia”. Y uno entiende que hay victorias que no entran en la tabla: estar de pie, volver a jugar, pertenecer. Porque, a veces, el milagro no está en el marcador. Está en volver a ponerse bajo los tres palos y sentir —otra vez— que la vida te patea y vos atajás.
