Historias de Liga
Trece años en Freyre y una vida entera de fútbol
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Una elección mínima, casi casual, lo llevó a quedarse trece años en Freyre y a descubrir una forma distinta de ser futbolista. Esta es la historia de cómo Emiliano Pérez, encontró pertenencia, perdió un cierre merecido y construyó una segunda vida lejos del ruido.
Hay decisiones que llegan sin anuncio. No golpean la puerta, no traen señales, no parecen decisivas. En 2012, cuando volvió de Talleres con 28 años, Emiliano Pérez tomó una de esas sin saberlo. Venía de un año partido al medio por un tema personal, con la cabeza lejos del fútbol y la sensación de que, por primera vez, quería detenerse. Quería estar en San Francisco. Punto. No había más plan que ese.
El llamado que lo sacó de esa pausa no vino de un dirigente ni de un club que necesitara goles: lo llamó un profe, Leo Medina. “¿Querés moverte un poco? Venite a Freyre.” Eso fue todo. Ni promesa, ni proyecto, ni desafío. Solo una mano tendida. Una cancha para entrenar. Un lugar para no olvidarse del juego mientras veía qué hacer con su vida.
Y ahí, sin que lo buscara, empezó el capítulo más largo y profundo de su carrera.
Emiliano llegó a 9 de Freyre para “moverse” y terminó trece años dentro de esa camiseta. Un número que en el fútbol regional equivale casi a una vida entera. Había pasado por Boca, Chicago, San Martín de San Juan, Sportivo, Alumni y Talleres, pero nunca había sentido lo que sintió en ese club chico, ordenado, metido en la rutina doméstica del interior: pertenencia.
En Freyre encontró algo que el profesionalismo jamás le dio: la posibilidad de jugar sin dejar de vivir. Entrenaba a la noche, viajaba martes, miércoles, jueves y viernes, jugaba los domingos y siempre volvía a San Francisco, donde estaba su familia, sus afectos y, más adelante, su otra pasión: el café. Ese equilibrio —raro, casi prohibido para alguien que recorrió tanto— fue lo que lo sostuvo más de una década.
“En un momento viví de eso”, cuenta. Y no lo dice con soberbia, lo dice con gratitud. En el fútbol del interior no es común vivir del juego hasta los 41. Pero Freyre se lo permitió. Le dio continuidad, le dio espacio, le dio confianza. Le dio, también, una rutina amable: viajar, entrenar, volver. Viajar, entrenar, volver. Año tras año.
Si algo se transformó ahí, fue él. Dejó de ser el futbolista que perseguía la siguiente categoría y pasó a ser el jugador que defendía un espacio más profundo: el de su propio ritmo de vida.
El final, como tantas veces, no acompañó la historia. Cambió la dirigencia, cambió el técnico, cambió la sintonía interna. Y lo que más duele no es lo que pasó, sino lo que no pasó: nadie lo llamó.
“Esperé un llamado que no llegó”, dice. Esa frase, sola, pesa más que un partido perdido.
Cuando pidió el pase para poder jugar en algún club cercano o en San Francisco, la respuesta lo descolocó: querían cobrar préstamo.“¿Préstamo por un jugador de 41 años?”, repite. Y la pregunta cae sola, sincera, casi absurda. Para él no era plata: era la forma, el vínculo, el reconocimiento. Después de trece años, después de treinta goles por temporada, después de viajes eternos y después de poner al club por encima de todo… ¿un préstamo? Esa herida cerró una etapa que, por su duración, había dejado de ser deportiva y se había convertido en emocional.
Si ese golpe lo hubiese encontrado sin un plan, tal vez la historia sería otra. Pero mientras jugaba en Freyre, Emiliano ya había empezado —sin saberlo— su segunda vida. Todo arrancó con un café compartido con un amigo. Una charla casual, una pregunta más seria que todas las demás: ¿y después del fútbol, qué?Ahí apareció el café. Se anotó en un curso en Buenos Aires, descubrió el mundo del barista, se compró una máquina, soldó su propio carrito y arrancó en eventos. Después vino el local, la pandemia, el delivery, la ventana improvisada, el aguante de sus clientes, la capacitación, los cursos internacionales, y esa sensación hermosa de encontrar algo nuevo que también lo representaba.
El café le dio lo que el fútbol le quitaba: calma, orden, creatividad. El fútbol le había dado identidad; el café, futuro.
Recién de grande —él mismo lo dice— empezó a entender la dimensión de su recorrido. Cuando uno es chico, quiere jugar. Nada más. No mira alrededor, no registra la película completa. Pero con los años, con los golpes, con la distancia, Emiliano empezó a revisar su propio CV con otros ojos.
Recordó los cinco años en Boca, coincidiendo con Tevez, Silvestre, Pablo Álvarez, Caffa y tantos otros. Recordó lo que era vivir en Casa Amarilla, estudiar en San Telmo, estar lejos de casa a los 12. Recordó a Matías Silvestre transformándose en seis meses de no jugar nunca a llegar a Primera. “Otro hubiese dejado el fútbol”, dice. Él vio ese milagro desde adentro.
Recordó Chicago, el club donde debutó, donde ascendió, donde entendió cómo funciona un vestuario bravo, donde Rodolfo Motta trabajaba más la cabeza que la pelota. “Era un tipo especial”, dice. Y cuenta aquella anécdota del tiro libre, de Mariano Donda clavándola en el ángulo y Motta diciéndole: ‘tirale la muerta, no seas boludo’ para sostenerle la confianza al arquero.
Recordó el San Juan de Quinteros —donde estuvo colgado medio año— y el San Juan de Teté Quiroz, donde volvió a jugar y ascendió. Recordó Sportivo: a Rentera, Domisi, Daniel Alberto, Primo, y los años buenos y los malos. Recordó Lummi, donde entrenaban en una fábrica militar sin tener ni siquiera una cancha. Recordó Talleres, donde convivió con técnicos enormes y entendió que estaba en su pico… pero también que quería otra cosa.
Y, sobre todo, recordó a los entrenadores no por si lo ponían o no, sino por lo que le dejaron.
“En ese momento uno no se da cuenta de quiénes son. El futbolista es egocéntrico, quiere jugar, piensa en uno mismo. Ahora veo que tuve entrenadores enormes, muy humildes, que enseñaban sin hacer ruido.” Esa frase resume su madurez mejor que nada: no habla el Emiliano de Boca, Chicago o Talleres; habla el Emiliano que pasó trece años en Freyre y encontró su propia manera de mirar atrás sin bronca.
Por eso, cuando hoy cuenta su historia, no empieza por Boca o Chicago o los ascensos. Empieza por Freyre. Por la vida que construyó ahí. Por cómo lo sostuvo en sus mejores años. Por cómo lo acompañó en los peores. Por cómo lo despidió mal, sí, pero después de abrazarlo durante más de una década.
