Torquay y su otra Navidad: el club que fue salvado por un perro
Un club británico, pequeño pero tan tradicional como el té con scons, se juega el descenso. Un incidente entre un perro y un futbolista, fortuito para los refutadores de leyendas, mitológico para los hinchas locales, cambiará el destino de la Riviera inglesa.
Por Manuel Montali | LVSJ
Es sabido que la desesperación es la mejor propagadora de ídolos y esperanzas depositadas en terceros, de manera inversamente proporcional a la racionalidad.
En la comunidad de Torquay, el ovejero alemán es un curioso símbolo de fe que uno puede ver en todos lados. Y la Navidad tiene un segundo festejo el 9 de mayo.
No, no es una de esas historias de Buddy superestrella en donde un perro hace proezas en todos los deportes. Es una historia del ascenso, probablemente una de las tantas, únicas y mágicas historias que siempre regala el inframundo de las categorías inferiores a toda liga profesional de fútbol.
Esta ocurrió en Inglaterra, en 1987.
Eran años duros para la isla. Margaret Thatcher, lejos ya de la primavera popular tras la victoria en Malvinas, surfeaba con impuestos impopulares las olas de desempleo e inflación.
Aunque peor le iba al Torquay United, conocido como "Las gaviotas".
"En la vida de todas las personas, al menos hay un día que nunca olvidarán", dice el policía retirado John Harris.
Para muchas personas como él en Torquay, ese día fue el 9 de mayo de 1987.
El Torquay, fundado entre cervezas en un pub, en 1899, era un tradicional pero modesto club de la ciudad homónima, en la costa suroeste de la isla, popularmente llamada como la "Riviera inglesa". De unos 60.000 habitantes, esa localidad de vacaciones victorianas y retiro jubilatorio, alejada de todo y donde parecía no pasar nada, era conocida por ser la tierra natal de Agatha Mary Clarissa Miller. Es decir, Agatha Christie, una de las madres de todos los crímenes. Y los sábados era habitual que allí todo el mundo se muriera un poco en un estadio, tarde a tarde, con cada derrota del club local. Habituado a campañas desastrosas (desde hacía dos años terminaba en última posición), sin conocer ni siquiera el terreno medio de la tabla, el triunfo se le aparecía como la excepción a la regla.
El problema, en la temporada 1986/87, fue que se decretaron por primera vez los ascensos y descensos directos en las ligas inglesas. Para "Las gaviotas", de cuarta categoría, una caída que las llevara a enterrar el pico en la semiamateur Conference National significaría la ruina total. Si el club se convertía en el primero en perder la última división profesional, lo más probable es que desapareciera sin llegar a soplar sus 100 velitas.
Recordando ese tour por el Monte Calvario, el arquero Kenny Allen, un gigante de 1.93, reflexiona que es tan habitual acostumbrarse al triunfo como a la derrota. Uno u otra se instalan en la cabeza del deportista como profecía autocumplida. Y al Torquay, las hojas de los muchos tés que sus hinchas se tomaban, le decían lo mismo: bye bye.
El entrenador era Stuart Morgan, un hombre que llegó al Torquay con algunos pergaminos para encontrar una ruina de club con tribunas quemadas y apenas una furgoneta pequeña para traslados de los jugadores. Traslados a veces de miles de kilómetros en los que los jugadores sacaban los pies por las ventanas para llegar al partido con la menor cantidad posible de calambres. A pocos kilómetros de arribar, el técnico los hacía seguir a pie para "entrar en calor". La plantilla que había logrado reclutar era medio pelo, a partir de descartes de otros clubes. Jugadores con talento proporcional a sus problemas disciplinarios.
"Las gaviotas" hicieron de su temporada una caída libre. Cosas del destino épico del fútbol, llegaron a la fecha final en la anteúltima posición. Un punto arriba estaba Lincoln. Un punto abajo, Burnley. Y les tocaba jugar de local contra el Crewe Alexandria, un buen equipo que no arriesgaba nada. Hasta con un empate podían llegar a salvarse. Si perdían, dependían de Burnley para no descender. Y antes de los 20 minutos, este submarino de camiseta amarilla perdía 2-0.
El estadio Plainmoor ya era un hervidero cuando un tiro libre con mucho azar de Jim McNichol, lateral derecho del Torquay, les permitió descontar. Las fuerzas de seguridad contenían a los hinchas contra la línea de cal secundados por ovejeros alemanes. El local iba hacia el empate como un tren. Pero el pitazo final era una pared que se veía cada vez más cerca. La pelota volaba. A la carga, barracas. En eso, el fútbol se va al lateral. Desesperado, McNichol corre a buscarlo, demasiado cerca del policía John Harris y su perro... Puro instinto, el animal que ya está bastante exaltado por los hinchas que amenazan con derrumbar el estadio, recibe al futbolista con una recia mordida en el muslo.
Las acciones se detienen, obligadamente, mientras los médicos atienden al jugador. Un problema más para el Torquay, que ya había hecho la única sustitución permitida.
Con un agujero tamaño scon, el jugador se levanta para disputar rengo los que supone sus últimos minutos de carrera profesional. El árbitro compensa el incidente con unos buenos cuatro minutos de adición. Cuatro minutos que le sirven al Torquay para conocer el resultado final de sus rivales (bendita puntualidad inglesa): Burnely había ganado. Lincoln, perdido. Un empate los salvaba del descenso por diferencia de goles a favor.
Y es a segundos de cumplirse este agregado cuando se produce el milagro.
Una serie de eventos afortunados llevan la bocha en carambola de pinball hasta el borde del área rival, en donde el goleador Paul Dobson pesca un rebote y manda un zapatazo a la red. El estadio se viene abajo. El DT es llevado en andas como si hubiera ganado la FA Cup. Los bares se ponen a reventar. Muchos se levantarán al otro día preguntándose qué pasó ayer. El censo dirá que el baby boom posterior a esa jornada alocada en todo Torquay fue parejo a la cantidad de divorcios como consecuencia del mismo festejo.
McNichol se llevó 17 puntos por el único que sumó su equipo para salvarse. Él y su agresor volvieron a verse las caras unos días después. Los medios que cubrieron ese reencuentro dijeron que no quedaron rencores entre ambos. El can, llamado Bryn, siguió de servicio con Harris unos años más. Tras su muerte, la leyenda. Una leyenda más en esa isla en donde se hablaba de espadas en la piedra y anillos para dominar el mundo. Una leyenda más en esa porción del mundo en donde Agatha Christie parió cientos de crímenes. La leyenda de por qué la imagen del ovejero alemán se convirtió en un talismán de fe que se repite por todas partes en la comunidad de "Las gaviotas". La comunidad para la que la Navidad también se celebra el 9 de mayo.