Análisis
Prevenir ahogamientos
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Las familias deben adoptar todas las medidas de cuidado disponibles y sostenerlas sin excepciones. Y el Estado -en especial los municipios- tiene la obligación de controlar con rigurosidad las condiciones de seguridad en los natatorios públicos.
La inminencia de la temporada estival vuelve a poner en primer plano una realidad tan dolorosa. Y también evitable. Se trata del riesgo que corren niños y adolescentes ante la posibilidad de morir ahogados en piscinas o natatorios. El recuerdo de algunos casos que conmovieron a nuestra comunidad debería bastar para comprender que ninguna medida preventiva es menor cuando se trata de proteger una vida.
En este contexto, las directrices difundidas por la Sociedad Argentina de Pediatría, en consonancia con los lineamientos de la Organización Mundial de la Salud, resultan oportunas en este tiempo. Entre ellas se destaca la instalación de barreras que impidan el acceso irrestricto de los niños a las piscinas. Estos cercos perimetrales adecuados, imposibles de sortear, actúan como primera línea de defensa frente a un descuido momentáneo. A esto se suma un principio básico como lo es la vigilancia permanente de un adulto responsable cada vez que un menor se encuentre cerca del agua.
Las medidas preventivas no se agotan allí. Se recomienda propiciar el aprendizaje temprano de la natación y, del mismo modo, asegurar que quienes están a cargo de los niños conozcan técnicas de resucitación cardiopulmonar. También es indispensable el uso de elementos de protección homologados, como chalecos salvavidas aprobados por autoridades competentes, evitando aquellos productos recreativos que se comercializan como juguetes y no están diseñados para emergencias acuáticas.
Asimismo, la prevención debe adecuarse a la edad y al grado de autonomía de cada niño. Los menores de un año son los más vulnerables. Pueden ahogarse en pocos segundos incluso en recipientes domésticos como baldes o tachos que contengan una cantidad mínima de agua. En el caso de los menores de cinco años, las piletas representan el principal foco de riesgo. Y en edades mayores, incluidos adolescentes, los peligros se trasladan a ríos y lagos, donde la subestimación del entorno o un exceso de confianza en las propias habilidades suelen derivar en situaciones riesgosas con la posibilidad de saldos luctuosos.
Frente a este panorama, la responsabilidad es compartida pero indelegable. Las familias deben adoptar todas las medidas de cuidado disponibles y sostenerlas sin excepciones. Y los distintos niveles del Estado -en especial los municipios por la cercanía propia de sus funciones y atribuciones- tienen la obligación de controlar con rigurosidad las condiciones de seguridad en los natatorios públicos, garantizando que se cumpla con las normas establecidas.
Proteger la vida de los menores implica actuar con anticipación. No puede haber margen para la improvisación cuando las consecuencias pueden ser irreversibles. La prevención, entonces, es un deber ético y social impostergable para evitar que el dolor vuelva a imponerse donde debería haber solo disfrute, aprendizaje y crecimiento.
