Pretensión que se transforma en imposición
Nadie ni nada prohíbe a alguien expresarse en lenguaje inclusivo. Por lo mismo, nadie tendría que imponerle a nadie su utilización. Instalarlo con fórceps en los medios significa perder el horizonte de que la lengua es el instrumento de comunicación por excelencia y que tiene normas que deben respetarse para que siga cumpliendo con esa función esencial.
El Congreso de la Nación sancionó una ley que establece la obligatoriedad de respetar cuotas de género en los medios de comunicación y dictamina una serie de pautas a las que deberán ajustarse para recibir la pauta de publicidad estatal que, por el principio republicano de la difusión de los actos de gobierno, cada ente gubernamental debe asignar.
La norma, se afirma, es un avance más hacia la consecución de los derechos de la mujer y de algunas minorías. En este sentido, no asoma -en principio- como una imposición que pueda afectar la vida de los medios de comunicación, en virtud de que se ha avanzado notablemente en este tema. La cuestión, en el ámbito de la comunicación social, se ha instalado y aunque la ley asoma para algunos como una exigencia que no debería plantearse, la conciencia social sobre la cuestión de género es un tema en el que los medios han progresado.
Empero, la ley establece, además, un requisito que debe ser discutido. Es conocido que el instrumento central de la comunicación humana es el lenguaje, una entidad que está en permanente movimiento y que refleja en sus giros y vocablos la manera cómo las distintas comunidades ejercen el habla. Esto es, el modo cómo utilizan la lengua en un tiempo y en un determinado contexto. Así, es evidente que el uso del castellano es distinto según sea la región geográfica o las condiciones particulares en las que se desenvuelve la vida de una sociedad.
Por estas razones, la pretensión -establecida en el texto de la norma aprobada por el Congreso- de imponer a los medios de comunicación la utilización del lenguaje inclusivo es una exigencia desmedida. Y no solo porque la Real Academia Española no la acepta aún. También porque no forma parte del habla cotidiana de la mayor parte de los argentinos. Pero, fundamentalmente, porque se trata de una imposición que va a contramano de la manera cómo el lenguaje se va modificando. Es decir, las mutaciones lingüísticas no se producen nunca desde arriba hacia abajo. Todo lo contrario, es el habla popular el que las fija y no una ley, aun cuando tuviera las mejores intenciones.
La Academia Argentina de Educación dejó en claro que el cambio en la lengua es un proceso de transformación diacrónico. Es decir, se produce a lo largo del tiempo. Y sostiene que "los cambios lingüísticos se agrupan en tres niveles: el cambio fonético, el cambio morfosintáctico y el cambio léxico-semántico. Hasta que se concrete un cambio lingüístico, pueden pasar más de cien años. Por lo tanto, el llamado "lenguaje inclusivo" no implica ningún cambio lingüístico, pues es un hecho relativamente actual.
Aclara asimismo que el lenguaje inclusivo no es tampoco una moda. "Sería banal calificarlo de esta manera", afirma el documento firmado por la lingüista Ana María Zorrilla. Esta autora afirma que "es la respuesta agitadora a una posición sociopolítica que se da fuera del sistema gramatical para visibilizar a los distintos sexos. Pero la lengua no es responsable de ocultar nada, de lo contrario, no podría seguir comunicando a más de quinientos ochenta millones de hablantes".
En realidad, nadie ni nada prohíbe a alguien expresarse en lenguaje inclusivo. Por lo mismo, nadie tendría que imponerle a nadie su utilización. Instalar con fórceps en los medios el lenguaje inclusivo significa perder el horizonte de que la lengua es el instrumento de comunicación por excelencia y que tiene normas que deben respetarse para que siga cumpliendo con esa función esencial.