Sociedad
Pequeños Instrumentistas cumplió 25 años: el taller que enseña música a los niños
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Desde su creación, la iniciativa permitió que estudiantes de temprana edad descubrieran la música mediante un enfoque lúdico y vivencial. “Ver cómo los chicos aprenden y disfrutan tocando es una caricia al alma”, recuerdan Patricia Ontivero y Silvana Broda, creadoras del proyecto.
El Conservatorio Superior de Música “Arturo Berutti” celebra 25 años del Taller de Pequeños Instrumentistas, una experiencia que marcó a generaciones de estudiantes y que nació de la iniciativa de dos docentes de piano: Patricia Ontivero y Silvana Broda.
El taller está destinado a niños de entre 4 y 7 años, en una etapa en la que aún no saben leer ni escribir, pero que ya pueden acercarse a la música a través del juego y la experimentación.
El proyecto nació a partir de una propuesta inicial llamada “Disfrutemos jugando con la música para llegar a ser Pequeños Instrumentistas”, que luego se simplificó y pasó a llamarse cómo se conoce actualmente. “Comenzamos pensarlo en el verano del año 2000, cuando entre las dos lo ideamos, lo escribimos y lo plasmamos como proyecto para que pudiera ser aprobado e institucionalizado en el conservatorio”, recuerdan Patricia Ontivero y Silvana Broda en diálogo con LA VOZ DE SAN JUSTO. El impulso del proyecto surgió de algo muy concreto: “Trabajábamos con familias y siempre se gestó todo alrededor de ellas, porque así queríamos que funcionara el taller”.
Antes de formalizarse, la experiencia surgió de manera casi casera. “La idea nació cuando mis hijos y sus amigos querían aprender a tocar instrumentos en casa. Yo pensaba cómo llamarles la atención musicalmente para que aprendieran jugando. Así empezamos con niños de 4 a 7 años, cuando todavía no saben leer ni escribir”, explica Broda. Hasta ese momento, el sistema educativo musical estaba pensado para chicos mayores. “En los conservatorios recién se podía empezar a los 8 años, con clases de 20 o 30 minutos. Pero pasaba que venían los hermanitos más chicos y nos pedían que también les diéramos clase”, relata Broda. Esa demanda fue el motor para pensar un nuevo formato.
Tras meses de trabajo, cafés y reuniones, presentaron el proyecto al entonces director Sergio Mana, quien lo elevó a la inspección provincial. Finalmente, en el año 2000 recibieron la autorización oficial. La repercusión fue inmediata: la prematrícula superó los 150 niños, lo que obligó a realizar un sorteo.
Los comienzos fueron modestos: “Arrancamos con 16 chicos divididos en grupos de cuatro, donde se les enseñaba piano”, recuerdan. Con el tiempo, el proyecto se expandió y llegó a tener hasta 32 talleres en paralelo. Años más tarde se incorporaron vientos y guitarras, siempre bajo la misma metodología lúdica y perceptiva.
El aula también se transformó. “Era completamente desestructurada. Los chicos trabajaban descalzos, en el piso, sobre almohadones. Al teclado le fuimos poniendo colores para guiarlos. Ya en la tercera clase podían tocar una canción infantil”, describe Ontivero.
El enfoque se apartó del esquema tradicional. “No trabajábamos con lectoescritura musical. La consigna era escuchar y luego tocar. Ese fue el juego: escucho y toco, no leo y toco”, afirman las docentes. La participación familiar fue clave: “Hacíamos tocar a papás, mamás, abuelos. Recuerdo a abuelos emocionados porque aprendían junto a sus nietos con el mismo sistema de colores”.
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Aprender jugando: impacto y experiencias inolvidables
El impacto del taller se comprobó con el tiempo. “Muchos peques siguieron carreras musicales y hoy son docentes o artistas. Pero más allá de los profesionales, las docentes valoran lo humano: “Muchos niños que llegaron tímidos o con dificultades lograron expresarse a través de la música. Una mamá nos contó emocionada que su hijo logró socializar gracias a la experiencia en el taller. La música le permitió crecer”.
La exigencia para Patricia y Silvana también fue grande. “Era un proyecto desafiante, nos sacó de la zona de confort. No era lo mismo dar una clase individual de media hora que atender a cuatro o seis niños pequeños al mismo tiempo. A veces éramos mamá, abuela, seño, todo junto. Pero ver cómo avanzaban jugando era una caricia al alma”, reconocen.
El proyecto trascendió las aulas del conservatorio. “Presentamos la experiencia en congresos, llevamos niños a tocar a diferentes ciudades. Incluso una alumna de cinco años se presentó en un congreso en Rafaela y dejó maravillado al público”, recuerdan.
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Un proyecto que sigue vigente
Actualmente, el taller continúa funcionando, aunque las iniciadoras del proyecto ya no forman parte del plantel docente. “Llegamos a tener 230 estudiantes en su momento. Hoy son 82 chicos. Lo importante es que el proyecto nunca se cerró, se mantuvo en pie con distintas gestiones”, resalta Broda.
Ambas coinciden en el valor de haber creado un espacio único en la provincia: “Comenzamos como una prueba piloto y hoy es un proyecto institucionalizado. Las familias, la gente, lo busca porque no hay otra oferta educativa similar, tan pedagógica y, además, en una institución pública y gratuita”.
“Que un proyecto permanezca en pie durante 25 años... Sin palabras, creo que valió la pena, es un orgullo”, sintetizan emocionadas Patricia y Silvana.