Messi
Como no lo fue ninguno de los que lo antecedieron en el podio de los ídolos deportivos argentinos, no es una máquina obligada a satisfacer anhelos y pasiones. Es un fuera de serie. Un talento sin igual, pero que además, en lugar de lanzar reproches y subirse al mismo carro de los altaneros, es capaz de sentarse a disfrutar un momento con su rival, dejando para la posteridad una imagen de los valores de humanidad.
El título es una excepción. No es habitual que una columna editorial lleve como encabezado el apellido de una persona, por más exitosa, influyente o genial que pueda ser. Pero la licencia permite comprender, al menos en parte, la intención del texto. Que no es otra que la de rescatar el valor de una conquista deportiva alcanzada, quizás no con el brillo de otros tiempos, pero que es fruto de la perseverancia, de la obstinación y de hacer frente a los cuestionamientos más ridículos que los argentinos sabemos dedicar cuando el exitismo se pone en la primera fila.
El final de la desorganizada, arbitraria y extemporánea Copa América de Brasil lo mostró emocionado hasta la médula por un instante. Luego fue sepultado por la maraña de abrazos de sus compañeros que lo fueron a buscar de manera inmediata, conocedores de que el título logrado significaba despojarse de la mochila y las etiquetas que le habían colgado. El campeonato cerró, al menos por un momento, la boca de los acusadores, los frívolos opinadores y los que proyectan su propio fracaso en los demás.
Al terminar el festejo, la charla distendida en las escalinatas de los vestuarios del mítico estadio Maracaná tuvo como protagonistas a dos de las máximas figuras actuales del deporte del mundo. Se habían dado un abrazo interminable un instante antes. Se los vio luego riendo como niños luego de haber jugado un "picado". En medio de un escenario super profesionalizado, deshumanizado y extremadamente competitivo, Messi y Neymar devolvieron la idea lúdica del fútbol, la que une a los pueblos en lugar de dividirlos, la que retorna a las fuentes y restituye los valores que parecen hoy perdidos en la maraña de intereses de otro tipo.
Para los que solo se contentan con ser campeones, estas imágenes y otras similares no son significativas. No tienen, ni tendrán ningún valor. Perdido el argumento de la falta de un título con la selección nacional, encontrarán algunos otros resquicios para seguir mostrando su obcecación y miopía. Porque para esta porción de compatriotas, por fortuna cada vez más pequeña, no ganar es sinónimo de fracaso. Porque para ellos el éxito es el que consiguen los vivos, los transgresores. Porque no les importan los medios para alcanzarlo. Porque etiquetan a los que se mueven de otra manera, porque cuestionan a los que no atropellan, a los que respetan a los demás, a los que no se llevan el mundo por delante. Vomitan a los que se sientan a charlar y se permiten compartir sonrisas con el rival, con el que piensa distinto. Desprecian al que se muestra tolerante y solidario.
La selección argentina consiguió ser campeona de América luego de casi tres décadas. En gran parte de ese lapso, muchas voces se alzaron cuestionadoras, recriminadoras, arrogantes, altivas, soberbias, vivieron cuestionando a una de las figuras consulares del deporte mundial en los últimos 15 años y a sus compañeros del equipo, proyectando su propia frustración.
Messi, como no lo fue ninguno de los que lo antecedieron en el podio de los ídolos deportivos argentinos, no es una máquina obligada a satisfacer anhelos y pasiones. Es un fuera de serie. Un talento sin igual. Pero que, además, habiendo conseguido el título que ansiaba y que muchos le exigían, en lugar de lanzar reproches y subirse al mismo carro de los altaneros, es capaz de sentarse a disfrutar un momento con su rival, dejando para la posteridad una imagen en la que anidan valores de humanidad que, por cierto, los que siempre lo han combatido no serán capaces de reconocer ni justipreciar.