Análisis
Matar a un niño de 4 años: ¿hasta cuándo el horror?

Zamir Torres es una víctima más de la violencia, la irracionalidad y la brutalidad con la que los mercaderes de la muerte dirimen sus conflictos. Todos síntomas de una degradación sociocultural y económica que no encuentra piso y a la que los resortes de seguridad y judiciales del Estado no aciertan a ponerle coto.
La noticia sacudió. Por su impactante luctuosa consecuencia y por la recurrente habitualidad que tiene en ámbitos donde el poder narco se ha instalado y mantiene aceitados resortes que complican la vida de los ciudadanos honestos de Josefina, Frontera y San Francisco.
El niño de 4 que murió baleado en medio de una emboscada contra su padrastro es una víctima más de la violencia, la irracionalidad y la brutalidad con la que los mercaderes de la muerte dirimen sus conflictos. Todos síntomas de una degradación sociocultural y económica que no encuentra piso y a la que los resortes de seguridad y judiciales del Estado no aciertan a ponerle coto.
Esta nueva balacera tuvo el mismo resultado dramático de tantas otras. Que la víctima haya sido un niño solo confirma la sensación de que nos enfrentamos como sociedad a una amenaza de proporciones. Porque los asesinos están cerca, no trepidan en matar a quien sea con tal de conseguir sus objetivos, no dudan en ajustar cuentas en el mundo del lumpen y tienen poder de fuego suficiente para poner en jaque a todos los habitantes de este conglomerado urbano, demostrando asimismo capacidad organizativa.
El modus operandi de este último triste episodio revela todo lo anterior: automóvil que luego termina incendiado para borrar huellas, balas a troche y moche sin importar hora ni lugar. Mucho menos alguna condescendencia que evite que personas inocentes sufran las consecuencias. No hay ninguna posibilidad de que ello ocurra: si hay que ajustar cuentas se actúa contra el “enemigo” y también contra cualquier ser humano cercano.
Una nueva escena de un espectáculo deplorable y horroroso que confirma de modo rotundo aquello que admitiera la fiscal de Delitos Complejos: el principal problema para la seguridad de esta zona del país es la “triple frontera”. Una cuestión que lejos está de ser resuelta. Y la que esta columna se ocupó en numerosas ocasiones, advirtiendo acerca la ventaja mayúscula que las organizaciones de narcotraficantes le llevan a las fuerzas legales.
En pocos años se cumplirán tres décadas del lanzamiento de la Región Centro. El acto inaugural se llevó a cabo a pocas cuadras de donde se desencadenó la balacera que acabó con la vida del menor. Constituía una novedad auspiciosa que venía a dotar de más poder a los Estados provinciales para hacer frente al desafío de solidificar el federalismo. Algunos avances se han logrado en distintas materias. Sin embargo, en el tema de la seguridad el retroceso es evidente. Corrupción policial frente al poder económico de las bandas narco e impedimentos administrativos y legales que complican investigaciones y operativos, entre otras cuestiones, siguen siendo moneda corriente. Mientras, la droga, el delito, la violencia, el crimen y varios otros terribles flagelos se adueñan de una realidad que agravia la condición humana.
El espanto que generó este último crimen se morigerará con el tiempo. Hasta que algún otro ajuste de cuentas vuelva a colocar a la “triple frontera” en el dramático sitial en el que se ubican las zonas más peligrosas del país. En el mientras tanto, el poder del narco seguirá creciendo en medida inversamente proporcional a las acciones que procuren recuperar el orden público. Y los vecinos seguirán preguntándose hasta cuándo.