Manuel Belgrano, un grande de verdad
En un nuevo aniversario de su paso a la inmortalidad, conmemorando un nuevo Día de la Bandera, el reconocido escritor, político e historiador, Esteban Dómina, profundizó en la necesidad de recordar aquellos próceres que lucharon por la independencia y además reveló datos acerca de quién fue realmente uno de los padres de la Patria que murió casi en soledad y sin el reconocimiento del pueblo argentino.
Por
Estaban Dómina
Febrero
de 1820. Manuel Belgrano, enfermo, abandonaba San Miguel de Tucumán y retornaba
a Buenos Aires para cumplir con una misión postrera: esperar allá su propia
muerte. Las horas gloriosas de la gesta independentista habían quedado atrás,
desvanecidas como un lejano recuerdo: el amargo presente lucía tapizado de adversidad
y malicia, nada que permitiera iluminar su mirada celeste.
Afiebrado y atormentado por la hidropesía que le impedía caminar, lo acompañaron en ese último viaje su médico personal, el doctor Joseph Redhead, el capellán del ejército y dos jóvenes asistentes. Belgrano soportó estoicamente aquella penosa travesía por el antiguo Camino Real, tan abatido por la enfermedad que lo consumía como por la triste situación que atravesaban las Provincias Unidas. Los demás permanecían en silencio para no interrumpir la duermevela del general, alterada cada tanto por el bamboleo del carruaje y los frecuentes ahogos causados por la disnea que lo tenía a mal traer.
Llegó a Buenos Aires con el otoño y se alojó en la casona donde cincuenta años atrás había llegado al mundo, en calle Santo Domingo esquina del Rey. Por esos días se preguntaba qué llegaría primero: si el invierno de aquel año de 1820 o su propio final. Pasó las últimas semanas de vida al piadoso cuidado de su hermana Juana, que penaba en silencio al comprobar cuán poco había quedado de aquel joven apuesto y refinado, educado en las mejores universidades de España, conocedor de idiomas y encantador de almas femeninas, que un día se hizo soldado por necesidad y marchó a una guerra incierta y cruenta animado por amor a su patria.
Juana cuidaba con unción esos despojos humanos que era todo lo que quedaba del que había dado una divisa a la patria y dirigido sus ejércitos durante diez años intensos. Quien, después de tantos sacrificios, angustiado por incomodar a los demás, reclamaba en vano a las autoridades que se le liquidara parte de los sueldos impagos; lo desvelaba la idea de partir de sin honrar las deudas contraídas en vida. Nada obtuvo de aquellas suplicantes gestiones. Agotados los escasos recursos, a cuenta de honorarios adeudados, le entregó al doctor Redhead su reloj de bolsillo que, presentía, pronto dejaría de necesitar. En su testamento, dejó expresas instrucciones para que el albacea -su hermano Domingo- cancelara las demás obligaciones que detalló minuciosamente.
Él, que podría haber tenido una vida regalada, plácida, no tuvo tiempo para disfrutarla ni formar una familia y gozar de la compañía de sus hijos Pedro y Manuela, mucho menos de cuidar su patrimonio y su salud, que quedaron en el camino. El único consuelo por aquellas horas era que todo lo que le tocó en suerte lo hizo -o al menos trató de hacerlo- del modo más cabal que pudo, amparado en sus convicciones religiosas y morales y en los saberes acumulados a lo largo de su vida. Nada, aún los errores cometidos, fue concebido o ejecutado con doblez o segundas intenciones para perjudicar a alguien o causar daño. Aún en las peores circunstancias trató de obrar conforme a sus principios y de hacer lo que mejor convenía a quienes dependían de sus decisiones y compartió con ellos éxitos y fracasos con igual generosidad y entereza. En la guerra, siempre procuró evitar derramamientos de sangre hasta donde le fue posible. Y cuando le tocó vencer, actuó sin odios ni rencores.
En las largas noches de insomnio, cuando los fantasmas del pasado danzaban en la penumbra de su cuarto, sentía la proximidad de la muerte, que llegó el 20 de junio. El doctor Sullivan, sorprendido por el tamaño de su corazón, asentó en el informe de la autopsia: "El corazón correspondía con las acciones y nobleza de este hombre verdaderamente grande".
Su deceso pasó desapercibido. Buenos Aires, sumida en la anarquía, tenía ese mismo día tres gobernadores. Ocupados por aquella insólita novedad, los principales periódicos porteños obviaron la infausta noticia; solo uno de ellos -el pintoresco Despertador teofilantrópico místico y político del padre Castañeda- lamentó la muerte de Belgrano.
Los funerales se realizaron durante los días 26 y 27 en la iglesia de Santo Domingo. Según Castañeda: "Asistieron únicamente sus hermanos, sobrinos y algunos amigos". No había dinero para el entierro: el trozo de mármol recortado de una antigua cómoda familiar sirvió de lápida. Alguien talló sobre ella una lacónica leyenda: "Aquí yace el general Manuel Belgrano". Hasta 1902, sus restos descansaron bajo el piso del templo; ese año fueron exhumados y, desde entonces, lo poco que se rescató yace en una urna, encerrada en el mausoleo que se levantó en el atrio del mismo convento.
En 1938, un decreto del Poder Ejecutivo Nacional designó el 20 de junio como el Día de la Bandera, la divisa celeste y blanca que su creador enarboló a orillas del Paraná el 27 de febrero de 1812.
En el año 2020 se cumplieron 250 años del nacimiento y 200 de su muerte y, con ese motivo, fue declarado oficialmente "Año del General Manuel Belgrano". La pandemia, que alteró por completo la normalidad, impidió que la evocación de su magna figura tuviera el volumen que merecía. No es que faltaran eventos y homenajes, que los hubo, pero mucho más menguados de lo que debió ser en otras circunstancias. Ni siquiera se lo pudo recordar en un ámbito entrañable para él: las escuelas argentinas, que permanecieron cerradas. Insólitamente, el sino de la desmemoria parece perseguirlo aún después de muerto.
Sin embargo, los valores y principios que guiaron todos los actos de su vida y que constituyen su principal legado, además de la hermosa bandera que creó, mantienen plena vigencia. Bagaje virtuoso que podría resumirse en palabras como desprendimiento, patriotismo, nobleza, dignidad y compromiso.
Bien vale traer al presente, aquellas inspiradas palabras de Leopoldo Lugones: "Irreparable, efectivamente, ese dolor de los pobres grandes muertos, a quienes ni la salva del cañón, ni el féretro de la cureña, ni la calle denominada, ni la estatua que los embalsama en bronce, van a quitar un solo minuto de las miserias que pasaron, de la ingratitud que devoraron, de la soledad que padecieron..."
Gracias Belgrano, por tanto...