Los hombres que odiaban ganar

El triunfalismo como bandera. El bilardismo a ultranza. Ganar o morir porque el segundo es el primero de los perdedores... Y el caso insólito de dos deportistas que sufrieron la victoria. El primero, uno que llevaba una pelota con los pies sobre el sueco carioca, allá por 1950. El segundo, uno que la movía con las manos en tierras del norte, una década más tarde. Dos morochos de los guapos, dos leyendas de invierno. Dos héroes que se soñaron humanos.
Por Manuel Montali
Uno gestó su milagro una tarde del julio carioca de 1950. El otro, una noche de marzo de 1962, un poco más al norte, en Hershey, Pensilvania. Ambas jornadas fueron en invierno. Ambas jornadas fueron historia. Ambos héroes se lamentarían de haber ganado.
"Los de afuera son de palo", dijo el primero, el capitán de una selección uruguaya, cuando todavía quería ganar una final. Brasil, enfrente, era una máquina de aplastar rivales y con un empate eran campeones. Se cuenta que el entrenador charrúa se conformaba con una de esas derrotas "dignas"... Una diferencia menor a las goleadas 7-1 y 6-1 que se habían comido Suecia y España, respectivamente. Pero el centrojás celeste, el morocho Obdulio Varela, todavía quería ganar. Montevideano de 33 años, comandaba un equipo de jóvenes a los que les dio un primer consejo al salir al infierno encantador del Maracaná: "Nunca miren a la tribuna; el partido se juega abajo".
El primer tiempo terminó en cero. Al reanudarse la segunda parte, el local abrió el marcador. Los brasileros habían probado sangre y estaban rabiosos por darse un festín. Pero el "Negro jefe", aun a sabiendas de que su equipo tenía que hacer dos goles, fue a buscar la pelota al centro de la red y perdió todo el tiempo posible. Caminó despacio, pidió un intérprete y reclamó un offside imposible.
"Es que el jugador tiene que ser como el artista: dominar el escenario. O como el torero, dominar el ruedo y al público, porque si no, el toro se le viene encima", le confió Varela a Osvaldo Soriano, en un retrato imperdible que el periodista hizo del centrojás.
Desde el medio de la cancha, orquestó el prodigio. Uruguay revirtió el marcado con goles de Juan Schiaffino y Alcides Ghiggia. El arquero del local, Moacir Barbosa, acusado de "regalar el palo" en el segundo tanto, fue condenado de por vida. Tiempo más tarde, siendo personanon grata en su país, diría: "En Brasil, la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Hace cuarenta y tres años que yo pago por un crimen que no cometí". Brasil estuvo mucho tiempo sin volver a vestir de blanco. El dorado se ajustaría más a la actual pentacampeona.
Tras el "Maracanazo", al ver "el carnaval más grande del mundo" destrozado por su gesta, al ver a miles de almas llorando, Varela se arrepentirá de por vida: "Teníamos un título, pero ¿qué era eso ante tanta tristeza?", dirá. Tan grande será su amargura que hasta asegurará que, de volver a jugar la final, se haría un gol en contra.
Algo similar fue lo que ocurrió en 1962, en el noreste de Estados Unidos. Philadelphia Warriors debía recibir en un partido intrascendente a sus vecinos de New York Knicks. El partido, ni siquiera considerado un clásico, no motivaba al público tampoco por la marca aplastante de 50 puntos de promedio que venía cosechando en el local el gigante Wilt Chamberlain. Apenas si unas 4.000 almas fueron a ver consumarse la leyenda. Por supuesto, como pasa siempre, luego todo el mundo aseguraría haber estado allí.
Hombre récord en puntos, rebotes, asistencias... Hombre récord en la historia de la NBA, "The Big Dipper" finalizó el primer cuarto con 23 puntos en su haber... una nadería. El entrenador rival ensayaba todas las formas habidas y por haber para frenarlo, pero esa noche era imposible. Al descanso, Wilt capitalizaba 41 puntos. Allí, el equipo intuyó la gloria y decidió que todas las pelotas serían para él, como un juego dentro del juego: que superara su récord anterior de 78 tantos en un partido.
Wilt llegó al final del tercer cuarto con 69 puntos. El capítulo final fue épico. La naranja iba de las manos del gigante a la red, una y otra vez. A falta de un minuto y medio, había marcado 98 tantos él solo. Los siguientes tiros los falló y el milagro de los tres dígitos se escurría. Pero cuando quedaban 46 segundos apareció bajo el aro, tiró la pelota contra el tablero y encestó.
Los 4.000 hinchas invadieron la cancha en el delirio y el partido se detuvo por unos diez minutos. No importaba nada más. Cuando se reanudó, Chamberlain se quedó en el banquillo. Ya había logrado una cifra que al día de hoy parece casi imposible de superar. Kobe Bryant, en enero de 2006, fue el que más cerca estuvo: 81 puntos.
Llegó luego el momento de las declaraciones. Wilt, que también arrastra el mito de haber estado con 20.000 mujeres, dijo que podría haber anotado 140 puntos si no hubiera salido la noche anterior.
Pero desde el círculo íntimo de Chamberlain recuerdan que a él no lo obsesionaba el récord, incluso, esa noche hasta sintió vergüenza. Su hermana dijo que, al ver que el partido ya estaba definido, dos veces le pidió el cambio al entrenador. Para él, estaban humillando a los Knicks... Fair Play, le dirían hoy.
Otro detalle le daba vergüenza al bueno de Wilt: había encestado 28 de sus 32 tiros libres, sin dudas una proeza, pero solo 36 de 63 tiros de campo, algo imperdonable para un hombre récord.
Los récords y las gestas, después de todo, son para los libros. La vida de los protagonistas debe continuar, por años, por décadas, soportando sobre sus hombros el peso de las leyendas, ese tiempo viejo que se llora porque nunca volverá. Quizá Obdulio y Wilt lo entendieron antes que cualquiera.