Análisis
Lejos de Dinamarca
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La actividad parlamentaria de la última semana reavivó añejas sensaciones y reabrió las dudas. El problema argentino no sería solo la discusión sobre qué reformas hacen falta, sino si existe un sistema político capaz de procesarlas sin crisis, desbordes ni acuerdos efímeros.
Por Fernando Quaglia
En “Orden y decadencia de la política”, Francis Fukuyama se anima a trazar, en líneas generales, qué futuro le espera a la democracia en un contexto de parálisis política que parece haber echado raíces en Occidente. Según el autor, las democracias modernas enfrentan un riesgo no solo cuando deben debatir reformas, sino cuando sus propias instituciones carecen de capacidad para procesarlas sin desbordes.
Los acontecimientos de esta semana en la política argentina parecen reforzar esa tesis.
Diputados trasnochando en una sesión que se extendió hasta altas horas, volvieron a exhibir un paisaje conocido. Gritos, desorden y papeletas desparramadas sobre las bancas acompañaron discursos que invocan la palabra libertad de manera selectiva, ya sea para referirse a Palestina o a Cristina. Al mismo tiempo, los autoproclamados defensores de la libertad quedaron atrapados en un esquema de negociación de corto plazo, propio de la lógica de “toma y daca” que dicen combatir, y lo hicieron además con un amateurismo difícil de justificar a esta altura.
Para alcanzar el objetivo de aprobar el Presupuesto, la Casa Rosada distribuyó recursos como nunca en el año. Se afirma que el 30% de las transferencias discrecionales a las provincias se concentró en las últimas dos semanas. De este modo, diputados que responden a gobiernos peronistas del norte acompañaron al oficialismo en la votación en general. Sin embargo, el desconcierto en la bancada oficialista fue evidente cuando estos mismos legisladores pulsaron el botón rojo y así rechazar el capítulo 11 que derogaba las leyes vinculadas al financiamiento del Garrahan, las universidades y la discapacidad. Luego de este tropezón autoprovocado incluso trascendió que el gobierno analizaba vetar su propio Presupuesto.
Tratando de disimular esta “sorpresa” y demostrar pericia a la hora de hacer política, el sector del gobierno que responde a la hermana del presidente y los primos Menem acordó con el kirchnerismo duro la designación, en plena madrugada, de miembros de la Auditoría General de la Nación. El insólito episodio de hacer jurar a funcionarios a las tres de la mañana terminó dinamitando acuerdos previos con los bloques dialoguistas.
Mientras los diputados se retiraban a descansar, la calle recuperó protagonismo con la movilización de la CGT y sectores opositores. Plaza colmada, consignas previsibles y amenazas de paros generales contra la reforma laboral mostraron un clima ya conocido. Hubo, sin embargo, un dato distinto. Las figuras sindicales más desgastadas ya no ocuparon el centro de la escena.
En este contexto, la decisión de llevar a febrero el debate de la ley de modernización laboral aparece como la única situación racional de esta agitada semana. Por cierto, la decisión no respondió a una estrategia de construcción de consenso, sino fundamentalmente a la necesidad oficialista de reformular su estrategia luego de la extraña y confusa sesión de la Cámara de Diputados.
Es el sistema
Así, la reforma laboral se convierte en un caso testigo de la tesis inicial. Porque, más allá de su contenido, ya no cabe preguntarse si es una reforma necesaria, sino si el sistema político argentino está en condiciones de impulsarla y asumir los cambios sin generar nuevos desequilibrios, como ha ocurrido cada vez que se impulsaron transformaciones similares en las últimas décadas.
En definitiva, lo sucedido esta semana demostraría que la Argentina no enfrenta solo un problema de reformas pendientes y necesarias, sino algo más profundo que radicaría en la liquidez de un sistema político incapaz de procesarlas sin entrar en crisis recurrentes.
Fukuyama sostiene que muchas democracias actuales enfrentan el desafío de “llegar a Dinamarca”, entendido como el ideal de una sociedad próspera, democrática, segura, bien gobernada y con bajos niveles de corrupción. El dato alentador es que ese objetivo no se alcanzó de manera inmediata ni siquiera en Dinamarca. Por eso, el autor advierte que algunos observadores proponen moderar las expectativas y aspirar, al menos en una primera etapa, a instituciones “suficientemente buenas”, antes que a un modelo ideal.
Incluso bajo esta perspectiva menos ambiciosa, estamos lejos de Dinamarca.
