Legitimidad, lucha interna y poder
La legitimidad democrática actual no puede solo conquistarse a partir del antagonismo entre "nosotros" -supuestamente, el pueblo- y "ellos" -los "antipatria"-. Tampoco si la gestión de la cosa pública no se abre al escrutinio de toda la sociedad.
La interna de la coalición gobernante está llegando, según todos los analistas, a extremos que podrían concluir en imprevisibles derivaciones. Los ataques a la gestión del Ejecutivo nacional provenientes del sector más fiel a la vicepresidenta recrudecieron en los últimos días y ya no se trata solo de chicanas o estrategias que procuran alcanzar mejores posiciones de poder, sino de una lucha directa por modificar drásticamente el rumbo que debe tomarse.
El vocero principal de la embestida es un ministro de la provincia de Buenos Aires, quien no pronuncia palabra si no es con autorización de algún miembro de la familia Kirchner. Días atrás cuestionó al presidente de la Nación y a sus ministros, señalando que "el gobierno es nuestro", en franca alusión a la facción que integra dentro del Frente de Todos. Es decir, afirma, convencido, que el gobierno pertenece solo a una de las corrientes internas.
Esta visión es propia del populismo más rancio. En primer lugar, porque, de acuerdo a los postulados de Ernesto Laclau, el "nosotros" referiría al grupo social antagónico al "ellos" que, en este caso, parece también incluir al presidente y a algunos de sus colaboradores. Es que, de acuerdo a esta interpretación ideológica, la hegemonía es central para mantener el poder y cualquier desviación pone en peligro las bases de sustentación de un régimen populista.
Por otro lado, aun cuando haya escrito en una de sus famosas cartas que no actuaría de la misma manera que "Chacho" Álvarez, el renunciante vicepresidente del gobierno de la Alianza en 2001, quien ocupa hoy ese cargo ya carga sin miramientos contra la gestión del mandatario que ella misma designó. Recordó en las redes sociales que, en 2003, el kirchnerismo llegó al poder con 22% de los votos y brindó otra de sus "lecciones", señalando que la legitimidad la obtuvo por el supuesto éxito de su gestión.
La filosofía política ha abordado el tema de la legitimidad desde hace mucho tiempo. Esta condición exige un grado de consenso de la ciudadanía. Porque, al fin y al cabo, el "nosotros" referido al manejo del Estado es la suma de los ciudadanos que legitiman el poder que ha sido conseguido ya sea por tradición (autoridades religiosas), por el carisma del líder (personajes autoritarios o monarquías) y por la observancia de las reglas y las leyes, según el sociólogo alemán Max Weber.
La legitimidad de gestión podría producirse en cualquiera de las tres maneras de llegar al poder. Pero en una democracia solo es válida cuando haya respeto de los procedimientos y las instituciones, así como de las normas que regulan el ejercicio del poder. Más aún: en la actualidad se habla de "relegitimación", que incluye dos exigencias ineludibles para cualquier gobernante de nuestro tiempo: transparencia y responsabilidad.
La calidad del actual sistema democrático se parangona con la facilidad de acceso a la información pública y es fuente de legitimación. Y, para que haya transparencia, debe existir responsabilidad en cada uno de los actos de gobierno, así como en la manifestación pública de sus voceros. Por ello, la legitimidad democrática actual no puede solo conquistarse a partir del antagonismo entre "nosotros" -supuestamente, el pueblo- y "ellos" -los "antipatria"-. Tampoco si la gestión de la cosa pública no se abre al escrutinio de toda la sociedad. Mucho menos si la irresponsabilidad termina enfrascando a ciertos gobernantes en una estéril lucha de poder que solo genera más incertidumbre.