Historias de Liga
"Lalo Galarza”, de Guayquiraró a Las Varillas: una vida de fútbol, familia y sentido de pertenencia
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El correntino que encontró en Almafuerte mucho más que un club. A quince años de su llegada a Las Varillas, repasa un recorrido hecho de decisiones valientes, trabajo y amor por el deporte. Hoy, a cerca de colgar los botines, siente que la ciudad que lo adoptó ya es su hogar.
Por esos giros imprevisibles que tiene el destino, un chico nacido en un pequeño paraje rural de Corrientes terminó convirtiéndose en uno de los referentes más queridos del fútbol varillense. Eladio Heraldo Galarza o como todos lo conocen, “Lalo”, nació en Guayquiraró, un pueblito cercano a Esquina, rodeado de campo y tardes de pelota interminables. En ese paisaje humilde y profundo del interior correntino dio sus primeros pasos, y desde muy joven el fútbol se convirtió en su lenguaje y en su modo de vida.
“Viví un tiempo en la ciudad, pero a los 18 me fui a Buenos Aires para probar suerte”, recuerda. Tenía la ilusión intacta y un bolso con lo justo. En la capital se sumó al plantel de JJ Urquiza, que por entonces competía en la Primera C del fútbol argentino. Allí empezó a comprender que el sueño de ser jugador profesional se construye con esfuerzo, pero también con paciencia. “Entrenaba todos los días con la primera, pero los sábados jugaba con la cuarta. Era chico, me costaba ganarme un lugar, aunque tuve la suerte de debutar y hacer un gol a Defensores Unidos de Zárate. Fue un momento inolvidable”.
Sin embargo, la vida lo obligó a tomar una decisión difícil. “Cuando terminó esa temporada sentí la necesidad de volver con mi familia. Mi mamá se había mudado a Las Varillas por trabajo y decidí quedarme para ayudarla. Allá tenía todo: vivienda, comida, la rutina de futbolista… pero sentía que debía estar con ellos”, cuenta. Esa elección, nacida del amor y la responsabilidad, cambiaría su historia para siempre.
Corría el año 2009 cuando, ya instalado en Las Varillas, un conocido lo llevó a una práctica nocturna de Huracán de Las Varillas. Había trabajado todo el día en una verdulería y llegó con el cansancio pegado al cuerpo. “Fui una vez, hice una práctica de fútbol y después no volví más. Nadie me llamó, no sabía si había gustado o no”, recuerda. Pero el destino tenía otros planes: poco después, un dirigente de Almafuerte lo vio en un torneo comercial y lo invitó a sumarse. “Fui un sábado a la tarde, hice tres goles en el entrenamiento y me dijeron que quedaba. Así, sin pensarlo, empecé mi historia en el club. Y nunca más me fui”.
Desde entonces, pasaron dieciséis temporadas, cientos de entrenamientos bajo el frío o el calor, y decenas de alegrías y tristezas compartidas con un mismo grupo de gente. “En Almafuerte formé mi familia, crié a mis hijos —uno juega al fútbol y la otra al vóley— y gané títulos que todavía me erizan la piel. El más especial fue el absoluto de 2017, cuando le ganamos la final a 9 de Freyre. Fue el año perfecto. Todo salía bien, había unión, compromiso, compañerismo. Parecía que el destino nos debía esa alegría”.
También conoció la otra cara del deporte: “Antes de la pandemia perdimos la categoría y dolió mucho. Pero seguimos trabajando, seguimos creyendo. Este año arrancamos bien, ya estamos clasificados y soñamos con volver a la A. El fútbol te enseña a levantarte siempre”.
Su historia deportiva se entrelaza con una vida cotidiana sencilla pero intensa. Trabaja en una metalúrgica desde hace años, en el turno de la mañana. Se levanta antes del amanecer, empieza a las cinco y termina pasado el mediodía. Después, el tiempo se reparte entre su esposa —a quien define como “el motor de todo”— y sus hijos, que también respiran deporte. “Ella fue fundamental. Mientras yo entrenaba o viajaba con el equipo, se encargaba de los chicos, del colegio, de todo. Sin su apoyo, nada de esto habría sido posible”, reconoce.
Habla con humildad, pero detrás de cada frase se percibe una profunda gratitud. No hay que rascar mucho para encontrar al chico de Guayquiraró en el hombre que hoy, a los 37 años, se prepara para el retiro. “Estoy viviendo mis últimos meses como jugador. Quiero disfrutarlos. Me gustaría terminar jugando en mi casa, con mi gente, con los chicos viéndome desde la tribuna”.
En esos quince años de recorrido, Almafuerte se volvió más que un club. “Es mi segunda casa. Si no estoy entrenando, estoy llevando a mis hijos o viendo algún partido. Paso más tiempo ahí que en casa. Es el lugar donde encontré amigos, afecto, crecimiento. Todo”, resume. Y Las Varillas, agrega, “es la ciudad que me permitió cumplir los sueños que tenía de chico: formar una familia, tener mi casa, trabajar, jugar al fútbol. Acá encontré todo lo que uno busca cuando se va de su lugar”.
Nunca fue capitán formalmente, pero todos lo reconocen como un líder natural. “A veces me toca llevar la cinta si el capitán no está, pero no me interesa tanto eso. Lo importante es dar el ejemplo: respeto, compromiso, sentido de pertenencia. Siempre digo que hay que honrar la camiseta y respetar a los rivales. Con el tiempo te das cuenta de que eso queda más que los goles”.
Su carrera lo llevó a compartir delantera con históricos del club. Primero con Mauri Vieto, compañero, técnico y compadre; luego con Juan Cruz, otro socio de ataque con el que formó una dupla temible. “Con Mauri nos entendíamos con solo mirarnos. Con Juan Cruz pasa lo mismo. Él tiene mucha potencia, arrastra marcas y me deja libre. He hecho muchos goles gracias a ellos”, dice. Y sonríe cuando recuerda una estadística que lo enorgullece: más de 150 goles en su carrera. “No soy nueve, jugué siempre de segunda punta o por afuera, así que para mí es un número enorme. A veces pienso y digo: ‘no está nada mal para alguien que no es nueve’”.
El vínculo con la gente también es parte esencial de su historia. “En Las Varillas la gente acompaña. En los clubes del pueblo hay algo especial: no importa si ganás o perdés, hay quienes están siempre. Con el paso de los años uno aprende a valorar eso, porque no siempre fue fácil. En los momentos malos también estuvieron, y eso te marca”, destaca.
Ese sentido de pertenencia del que tanto habla es, quizás, el rasgo que mejor lo define. “Siempre traté de inculcarlo a los más jóvenes. Que entiendan lo que significa ponerse esta camiseta. No somos profesionales, pero hay que vivirlo con la misma pasión”, explica.
Hoy, mientras se prepara para dejar la actividad, se permite mirar atrás sin nostalgia. “No me arrepiento de nada. Todo lo que soy se lo debo al fútbol y a esta ciudad. Me enseñaron a valorar lo simple, a trabajar, a insistir. Por eso, cuando termine, voy a seguir cerca del club. No sé si como ayudante, entrenador o lo que haga falta, pero no me veo lejos de Almafuerte”.
A veces, en los finales de entrenamiento, se queda un rato más, sentado en el banco, viendo cómo cae la tarde sobre la cancha donde pasó media vida. “Ahí pienso en mi viejo, en mi vieja, en los caminos de tierra de Guayquiraró, en los amigos que me esperaban con la pelota bajo el brazo. Nunca imaginé llegar hasta acá, pero me siento afortunado. El fútbol me dio todo”.
La historia de Lalo, el correntino que llegó casi por casualidad a Las Varillas y se quedó para siempre, es también la historia de cientos de jugadores del interior: hombres que aman el juego, que madrugan para trabajar y a la noche vuelven a correr detrás de una pelota por pura pasión. En ese recorrido, entre los potreros de su infancia y el verde de Almafuerte, dejó más que goles: dejó una historia de vida.
