La noche, en un bar, en que un poeta fue héroe del whiskey
Un poeta espanta el frío que le come los huesos desde su nacimiento en una ciudad portuaria de Gales. Lo espanta con whiskies. Llega a tomar dieciocho tragos y cree haber instaurado un récord.
Por Manuel Montali | LVSJ
Dieciocho whiskies. Uno atrás del otro. Era un día (una noche) de 1953. La numerología no dejaría pasar el detalle de coincidencia en la suma de esas cifras. Pero nosotros sí. Porque no hablamos de números fríos, sino de letras que forman palabras, palabras que se elevan desde ese día y desde los años previos, y que siguen descendiendo hasta esta, nuestra era.
Dieciocho whiskies. El White Horse Tavern, de Manhattan, Nueva York, era una de las chinchetas preferidas en el recorrido de todo bohemio que anduviera a los tumbos por la Gran Manzana. Pero allí nunca se había visto a alguien beber de esa forma. Y nunca más se volvería a ver, ni al bebedor ni a su récord.
Dylan Thomas. Desde un un 27 de octubre de 1914 había vivido poniendo la cara para el viento y frío marítimo de Swansea, Gales.
Del padre, David, un literato graduado con honores pero frustrado como profesor de primaria, había aprendido el amor por la poesía y por el trago. De la madre, Florence, sobreprotectora por la salud quebradiza del hijo (bronquitis, asma), el hábito de ser un niño eterno.
A los 16 ya había dejado la escuela y daba rienda suelta a sus palabras desde los periódicos. Luego las frenaba con una andanada de tragos nocturnos, para hacer silencio y aprender del rumor de los bares, de las historias de marineros y almas perdidas que las olas dejaban en el puerto. A los 18 años ya se había mudado a Londres y había publicado su primer libro, "Dieciocho poemas" (la numerología no dejaría pasar estas nuevas coincidencias), cimentado por los augurios de poetas de renombre a los que les había llamado la atención, como T. S. Eliot.
Una noche, en un bar (no podía ser de otra manera) conoció a Caitlin MacNamara, con quien tuvo tres hijos y varias pulseadas etílicas, vaso a vaso. Con ellos volvería a vivir a Gales, en un pequeño pueblo llamado Laugharne.
Escribió también cuentos y guiones, y como el hambre apremiaba, en tiempos de la segunda guerra mundial, incursionó en la radiofonía. Su voz, amplificada, fue la traducción del mar y de esas conversaciones nocturnas de los bares portuarios.
Terminada la guerra, empezó a dar saltos sobre el charco del Atlántico. Tenía buena acogida en Estados Unidos. Fue y vino unas cuatro veces, participando de varias giras de lecturas, entrevistas, algún que otro affaire y bebiendo siempre como un desaforado, para secarse los ojos.
Hasta una noche, en un bar. En una Nueva York viciada en esos días por el smog que agregaba una complicación extra a quienes ya traían problemas respiratorios como Dylan.
-"He tomado 18 whiskies seguidos y creo que es un récord" -dicen que se escuchó el 4 de noviembre en el White Horse Tavern, antes de que el autor de la frase, ese caballo loco de Gales, apagara su voz grave de recitador y cayera al piso y la inconsciencia, para morir un par de días después, el 9.
Como toda gran historia, tiene sus "b-sides", y no falta quien asegure que el poeta murió por otra causa. A nosotros no nos interesan los fríos certificados de defunción, sino el eco de su voz. Desde la voz de Bob Dylan, por supuesto, ese poeta y cantante ganador de un Nobel, que lo sigue homenajeando con su alias. Pero sobre todo desde la propia voz, la de sus poemas, la que lo hizo una pieza de estantería molesta para todo el que intentó encasillarlo.
En uno de sus poemas famosos, lleno de invocaciones al viento marítimo que respiró desde que nació, Thomas dice que los locos serán cuerdos, que los ahogados resucitarán, y que el amor no se perderá aunque se pierdan los amantes. Que las cabezas de los muertos darán martillazos a las margaritas (desde abajo). Porque la muerte nunca, jamás, tendrá dominio sobre la inmortalidad.