Sociedad
José, el hombre de los carburadores que nunca se fue del taller de barrio Sarmiento
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A los 81 años, José Bordese sigue abriendo las puertas de su taller en San Francisco. Entre carburadores, herramientas y recuerdos, pasa sus días como siempre: rodeado de fierros. Su historia es la de un hombre que nunca se alejó del lugar donde forjó su vida.
A los 81 años, José Bordese sigue yendo cada día al taller de barrio Sarmiento en calle Paraguay. Ese mismo lugar que levantó con sus manos hace más de medio siglo y que hoy continúa su hijo, Sebastián. Entre herramientas, piezas viejas y olor a nafta, José pasa las horas como quien cuida un pedazo de historia: la suya y la de tantos autos que volvieron a andar gracias a él.
José empezó a trabajar cuando apenas era un chico. “Tenía 16 años y trabajaba por mi cuenta”, recordó a LA VOZ DE SAN JUSTO. Pero su curiosidad y sus manos inquietas ya venían de antes: a los 11 o 12 había comenzado en una tornería. “Me gustaba estar cerca de las máquinas, de los fierros. Armaba todo lo que se me cruzaba”, destacó.
El destino lo llevó a aprender de los mejores. Pasó por el Instituto Renault, donde se especializó en mecánica, luces y frenos. Allí conoció a ingenieros franceses y a técnicos que le abrieron la puerta a un mundo que lo fascinaba. “Renault tenía seis mil novecientos empleados y hacía trescientos autos por día. Era impresionante. Hoy tienen muchos menos empleados”, rememoró.
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Después de esos años de formación, José decidió caminar solo. “Empecé en el 64 con los carburadores. En el 72 terminé el galpón. Desde entonces no paré más”, comentó. Su especialidad fueron siempre los carburadores, encendidos y bombas de nafta.
El taller nació en un terreno que compró casi de casualidad. “Eran tres lotes, todo campo. Me decían que estaba loco por venir tan lejos. Pero cuando pusieron los servicios, esto se llenó de vida”, recordó.
“Este taller está en mi vida desde siempre y es todo para mí”, destacó. Y no exagera: fue su modo de sustento, su refugio y su escuela. Trabajó con autos de calle, de competición, antiguos y de colección. Llegó a tener clientes de toda la región, desde Tostado hasta Rafaela. “Nunca puse un cartel en el taller. Todo fue boca a boca. La gente venía porque el trabajo era bueno, y si no servía el cliente, afuera. No perdía tiempo”, declaró, con esa mezcla de firmeza y humor que aún lo caracteriza.
Durante años, el taller fue un hervidero de actividad. José atendía, reparaba, torneaba, compraba repuestos directamente en Buenos Aires y, cuando hacía falta, inventaba soluciones. “Yo hacía mis propios repuestos. No tenía que salir a buscar nada”, señaló. Fueron décadas de esfuerzo silencioso, de jornadas que empezaban temprano y terminaban de noche. “Laburé mucho, pero mucho de verdad, a veces 13 o 14 horas por día. Pero valió la pena: mis cuatro hijos estudiaron en la universidad gracias a eso”, indicó con orgullo.
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Hoy, José ya no trabaja como antes, pero sigue yendo todos los días al taller de Paraguay al 135. Lo hace más por necesidad del alma que por obligación. “Vivo solo, en un departamento. Allá me siento en el sillón, miro televisión, pero no es lo mismo. Acá me siento bien, útil. Cuando estoy en mi casa no sé qué hacer, me aburro”, confesó.
La vista ya no lo acompaña como cuando era un pibe. “Tuve problemas en la vista, hasta que encontré un oculista que me ayudó mucho. Pero ahora ya se me dificulta para trabajar”, lamentó. Aun así, el brillo en sus ojos se enciende apenas entra al galpón y escucha el ruido metálico de las herramientas o el encendido de un motor antiguo que vuelve a la vida.
Su hijo Sebastián, hoy al frente del taller, creció entre carburadores y aceite. “Hace 20 años que está conmigo. Aprendió todo acá”, detalló. “Él sigue con los autos antiguos, los de colección. Todavía hay gente que viene a buscarlo desde lejos”, agregó.
El tiempo le dio a José la perspectiva de quien vio cambiar todo: los motores, las calles, los clientes y hasta el barrio. “Antes los ejes los torneaba yo mismo. Ahora, muchos no saben hacerlo. Pero bueno, así es, cada época tiene lo suyo”, reflexionó.
Su historia está hecha de trabajo, familia y principios. “Yo elegía a mis clientes. A lo mejor algunos se quejaban del precio, pero después cuando veían que lo que yo ofrecía era de calidad, siempre volvían. Lo importante es hacer bien las cosas, aunque lleven tiempo”, manifestó. Esa ética simple pero firme lo acompañó siempre.
En más de cinco décadas de taller, José vio pasar de todo: la llegada de la inyección electrónica, la modernización de los autos y la desaparición de los carburadores. Pero también vio pasar generaciones enteras de vecinos que confiaron en él. “El cliente que se iba, volvía. Porque cuando uno hace las cosas bien, el precio no importa”, resumió.
Hoy, José Bordese sigue siendo parte del paisaje del barrio. No necesita hacer nada: alcanza con estar ahí, mirando cómo su hijo sigue el oficio que él comenzó. “Yo vengo porque tengo todo lo que se hace acá, y todo eso es para él”, señaló.
Bordese se acomoda en su silla de siempre. Escucha el sonido de un motor que arranca y sonríe. Sabe que, aunque el tiempo avance y las piezas cambien, su historia seguirá girando. Así como el carburador mezcla con precisión el aire y la nafta para que el motor funcione correctamente, José mezcló paciencia, conocimiento y dedicación para que su taller y su oficio nunca dejaran de funcionar.
