Análisis
Imágenes de la más triste decadencia
El descontrol es una constante en la vida de miles de jóvenes y no tanto. La debacle educativa y la imposición de modelos culturales vacuos terminan por configurar un panorama alarmante.
En la Argentina nos hemos acostumbrado en las últimas décadas a iniciar las argumentaciones sobre nuestra realidad con una frase sencilla, pero profunda: “Son tiempos de crisis”. Es decir, períodos cuya continuidad es casi ininterrumpida en los que el deterioro de la calidad de vida y la persistencia de los mismos problemas aquejan a la gran mayoría de la ciudadanía.
Los tiempos de crisis se refieren no solo a la economía. Hay crisis de todo tipo y para todos los gustos: política, de seguridad, social, laboral, cultural, educativa entre otras. Cuando todas estas problemáticas se entremezclan, el resultado termina –en ocasiones- siendo dramático, trágico. Se producen así episodios que reflejan el nivel de decadencia de un país que parece resignado a tener que naturalizarlos.
Por estos días, la memoria social recuperó aquellas dolorosas imágenes del feroz asesinato de Fernando Báez Sosa, ocurrido en Villa Gesell hace cuatro años, cuando fue víctima del accionar violento y criminal de una patota a la salida de un local de diversión nocturna. Similares escenas pudieron observarse en el crimen del joven Tomás Tello en Santa Teresita, otra localidad de la costa bonaerense.
En el primer caso fueron golpes y patadas bestiales contra un cuerpo inerme e indefenso. En el segundo, quedó registrada una persecución tenaz que se prolongó por varias cuadras y terminó con una cuchillada en el corazón de la víctima. Por cierto, durante esos largos minutos registrados en las cámaras de “seguridad”, no hubo reacción de las fuerzas que deberían brindar protección a una persona que sufre el ataque cobarde de varios salvajes.
Cuando se produjo el crimen de Villa Gesell, en esta columna se escribió que “existe una sensación de que se trata de un hecho atípico, no habitual. Sin embargo, se hace necesario calificar como errada la idea de que se trata de un caso aislado. Ciertamente, el hecho ha sido tremendo y es descomunal la carga de violencia que se puede ver en todas las imágenes. No obstante, en determinados círculos parece ser observado como algo ajeno a la vida cotidiana. Todo lo contrario. La violencia está arraigada entre nosotros como práctica habitual para dirimir diferencias. En todos los órdenes sociales. Desde la política que usa la palabra como bayoneta hasta los irracionales que disfrutan de propinar golpes a los demás y alardean luego de su agresión. Las situaciones de peleas callejeras entre jóvenes son habituales en las noches. Las bandas de “amigos”, cuando encuentran “enemigos”, deciden, por motivos de una nimiedad insólita, recurrir a la violencia. La agresión no está mal vista. No tiene condena social. Está naturalizada, por más que haya empeño en negarlo. Son muchos los que, incluso, la justifican. La ley del más fuerte, selvática y salvaje, se expresa primero con el lenguaje del “aguante” y de que hay que “copar la parada”, entre otros conceptos que pocos rechazan”.
Frustrante resulta constatar que todo lo descripto puede adjudicarse al caso que hoy repercute en los medios que se dicen nacionales. El trazado de un paralelismo entre el sonado caso en el que murió Fernando Báez Sosa y el que le costó la vida a Tomás Tello permite ratificar que no se trata de hechos aislados. El descontrol es una constante en la vida de miles de jóvenes y no tanto que viven azotados por todas las crisis señaladas líneas arriba. Los golpea la política que los utiliza como objetos de prácticas clientelares, los sacude la crisis económica, tanto como que más del 60% viven en situación de pobreza, los aísla la falta de empleo decente. La debacle educativa y la imposición de modelos culturales vacuos, que incluso atacan la dignidad humana, terminan por configurar un panorama alarmante. Por ello, las imágenes del ataque ocurrido en la localidad de Santa Teresita son la comprobación de una triste y dolorosa decadencia.