Es hora de dejar de atizar el fuego
Cuesta aceptar que la Patria no encuentre el rumbo. Que viva otra vez situaciones dramáticas. Que no se hayan asimilado las lecciones de los infortunios vividos. Que la intolerancia se mantenga, que la capacidad crítica sea una quimera. Que el pluralismo, la racionalidad, la comprensión mutua y el fomento de las virtudes públicas continúen cajoneados.
Los títulos de los portales periodísticos graficaban con elocuencia la gravedad de la crisis que vive, una vez más, nuestro país. La escalada imparable de los precios y el desborde del mercado cambiario han determinado un panorama tan oscuro como imprevisible. En este contexto, la alarma está resonando con fuerza. Por eso, también se pudieron leer en la prensa noticias que daban cuenta de contactos entre dirigentes oficialistas y opositores, por ahora más que tímidos, para conseguir acuerdos en algunos puntos básicos que permitan dar algo de certeza a un país que está en vilo.
Los antecedentes no dan paso al optimismo. La cerrazón ideológica, el fanatismo y los enconos han llegado a límites exasperantes. La irresponsabilidad de quienes tienen o aspiran al poder ha sido expuesta crudamente durante mucho tiempo. La prioridad para los intereses personales o sectoriales por encima de los valores que nos deberían unir ha terminado, si no fagocitando, al menos reduciendo la expectativa en un diálogo provechoso que ayude a detener la caída.
El país está repitiendo la misma película. Que tuvo resoluciones disímiles a lo largo de estas casi 4 décadas de vida democrática. Han sido, lamentablemente, muy escasos los finales felices. Las remontadas existieron, pero, a poco de andar, retornaron los barquinazos y el abismo volvió a tomar cuerpo.
En especial, los últimos años han sido pródigos en desencuentros y desavenencias. En la acentuación de que la culpa siempre la tiene el otro. En la experiencia de no haber aprendido de las crisis anteriores. En la falta de autocrítica: cómo puede ser que nadie se pregunte qué responsabilidad tiene. En la carencia de la humildad necesaria para aceptar que el otro puede aportar alguna visión que ayude a salir adelante. En la torpeza para encontrar los caminos que lleven al Bien Común. En la inexistencia de memoria que procura adaptar la historia al propio interés, con lo que solo se consigue agigantar la grieta.
Cuando la transición democrática cumplió un cuarto de siglo, la nota editorial de este diario recordaba: "Aquel eslogan fundacional que afirmaba que con la democracia se comía, se educaba y se curaba debió haber sido tomado como una aspiración y no como una concreción. Porque encarnaba la titánica tarea que debíamos enfrentar como sociedad. Una tarea a la que no hicimos honor a lo largo de estos años". Transcurrieron casi 15 años y el país sigue sin hacer honor a esta misión común.
Cuesta aceptar que la Patria no encuentre el rumbo. Que viva otra vez situaciones dramáticas. Que no se hayan asimilado las lecciones de los infortunios vividos. Que la intolerancia se mantenga, que la capacidad crítica sea una quimera. Que el pluralismo, la racionalidad, la comprensión mutua y el fomento de las virtudes públicas continúen cajoneados. La historia lo demuestra: solo el diálogo sereno y responsable permitirá serenar los ánimos y procurar consensos que posibiliten generar la certidumbre de que hay futuro.
Lamentablemente, por haber avivado las diferencias hasta hacerlas irreconciliables en prácticamente todos los ámbitos de la vida nacional y por mantener, porfiada y obsesivamente, posturas irreductibles, la alarma está sonando otra vez. El incendio se está propagando. Es hora de dejar de atizar el fuego.