Sociedad
Elva, la peluquera que echó raíces en San Francisco
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Llegó desde Cintra hace más de 60 años, enfrentó pérdidas, crisis y una caída que destruyó su local, pero nunca dejó de trabajar. Con 82 años y 65 en la profesión, Elva Stuppa de Oitana es la peluquera que echó raíces en nuestra ciudad y construyó, clienta por clienta, una historia de vida hecha de coraje, cercanía y lealtad.
Por María Laura Ferrero | LVSJ
En un pueblo pequeño del sur provincial llamado Cintra, cerca de Bell Ville, una adolescente de 17 años se paraba frente a un espejo y abría por primera vez las puertas de una peluquería que sería el comienzo de toda su vida. Se llamaba Elva Stuppa, y venía de atravesar uno de esos dolores que marcan para siempre: “Mi mamá falleció muy joven; yo tenía apenas 14 años”, recuerda.
Ese golpe familiar precipitó decisiones. Tenía dos caminos: estudiar para docente en Villa María o trabajar en su pueblo. “Con la enfermedad de mi mamá no pude irme. Entonces seguí con lo que siempre me gustó: la peluquería”.
Su papá, consciente de su vocación, la instaló en un local que, para los años 60, era casi revolucionario para un pueblo chico: espacioso, bien equipado y con las técnicas más modernas del momento. “Llegué con los claritos, que ahora son los reflejos, y con la permanente en frío… eso en Cintra no existía”, recuerda. En pocos meses, la novedad hizo que la clientela creciera tanto que necesitó dos ayudantes.
Y así, entre espumas, tijeras y un manojo de labiales que le “tomaba prestados” a su hermana, la joven que siempre se arreglaba para sentirse mejor empezó a construir su vida laboral, esa que no abandonaría nunca más.
Empezar desde cero
A los 21 años, y ya convertida en una peluquera respetada, conoció a Alberto Oitana. Se casaron y, como tantas mujeres de la época, siguió a su marido a San Francisco, donde él trabajaba en Casa Godino. Ella no conocía la ciudad, no tenía parientes, ni amigas, ni referencias. Solo su oficio y su impulso.
La anécdota de su llegada pinta de cuerpo entero su carácter: “Llegamos un domingo; el martes Alberto que era viajante se fue de viaje y me dijo: «No empieces con la peluquería»… Cuando volvió, lo único que faltaba era colgar el espejo porque no me animé. Pero ya estaba todo listo”.
Sin embargo, la adaptación no sería sencilla. “San Francisco era cerrada en ese momento. Me costó que me conocieran. Allá trabajaba muchísimo, pero acá tuve que demostrar quién era”, admite.
Se instaló en barrio Catedral detrás de la Escuela Normal y comenzó, de nuevo, desde abajo. Paciencia, constancia y una disposición absoluta a escuchar fueron sus armas. “Soy muy observadora: miro cómo llega la persona, qué necesita. Eso es parte del trabajo”.
Así empezó a tejer la red de afectos que, sin familia ampliada en la ciudad, terminaría convirtiéndose en su sostén.
La caída del techo, el cimbronazo
Después de veinte años en su primer salón, se mudó a un local en barrio Roca. Todo iba bien: peluquería de un lado, venta de ropa del otro, marcas de jean importantes. Era un espacio construido con esfuerzo, detalles y dedicación.
Hasta que, una madrugada de marzo de 2015, ocurrió lo impensado. “Se cayó el techo entero. Literalmente entero. Toda la ropa quedó sepultada. El mostrador de vidrio cortó lo que parecía sano. Perdí un 60%”, relata con un dolor que todavía se asoma.
No hubo tormenta, no hubo aviso. Solo un estruendo y el derrumbe. Era un golpe económico enorme. Y uno emocional todavía mayor.
Pero ahí apareció lo que define a Elva: la acción inmediata. Su empleada de tantos años, Sandra, le dijo: “Tenemos que seguir”. Y al día siguiente, su nuera Angélica apareció con una solución inesperada: “Armemos la peluquería en el quincho de casa”.
Elva dudó. “Le dije: ‘¿Y qué dice Luis?’ —mi hijo—. Y me dijo: ‘Luis no sabe. Lo decidimos con Matías’(nieto de Elva). El domingo ya estábamos instalando todo”.
Mientras reconstruían su local actual, atendió allí, en el quincho familiar, con plomero, electricista y clientas entrando por un garaje largo. Y siguió adelante. Otra vez.
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Una vida activa
A sus 82 años, Elva camina tres veces por semana, hace gimnasia, va a ver básquet deporte donde uno de su nieto es director técnico, recibe amigos, cocina, mantiene su casa impecable y participa en una peña de clientas que ya lleva 15 años reuniéndose. “Soy muy amiguera”, define.
Tiene a su lado a su marido Alberto, a su hijo Luis y a su nuera Angélica; a sus nietos Matías, José y Lautaro; a su nieta política Florencia y a sus bisnietas Alfonsina y Guillermina. Una familia pequeña, pero unida.
Y una segunda familia, enorme, construida a fuerza de peines, confianza y charlas compartidas. En su silla se han sentado generaciones de mujeres. Algunas, desde hace medio siglo. “Tengo clientas de 50 años. Y la mayoría de 30 años para arriba, todas las semanas. Son parte de mi vida”, dice.
Elva convirtió la peluquería en un espacio íntimo, casi terapéutico. “La gente cuenta mucho… y una acompaña. Es una vivencia”.
A falta de una familia numerosa en San Francisco, esa red de afectos se volvió esencial. “Mis clientas son amigas. Las quiero muchísimo”.
Soy “l’Orealista”
Aunque pertenece a otra generación, nunca dejó de capacitarse. Viajó con colegas jóvenes —“soy la única vieja que va, no sabés lo que me dicen”, bromea—, participó de cursos, ferias y encuentros desde que se inició.
Trabajó toda la vida con L’Oréal y suele repetir: “Soy l’Orealista total”. Le apasiona la colorimetría y el corte; disfruta del peinado y se adaptó a las nuevas tendencias que cambiaron radicalmente el oficio.
“A mí lo que más me gusta es la colorimetría y el corte. Me encantan”.
Momentos inolvidables
Entre tantos años de trabajo, también hubo momentos luminosos. Uno de ellos fue haber atendido a Carmen Yazalde y Andrea Frigerio cuando venían a la ciudad a desfilar para Casa Pituca. “Fue una alegría enorme. Vinieron a mi casa cuando todavía atendía ahí”, rememora.
Con el tiempo, esas visitas se transformaron en un vínculo afectivo. “Con Carmen tenemos una amistad. Me he encontrado con ella en Buenos Aires, en desfiles, y cada vez que viene a San Francisco pasa a saludarme”.
Gracias a esas oportunidades estuvo más de una vez en el Teatro Colón, durante aniversarios de L’Oréal. “Conocí a muchas modelos… fueron experiencias hermosas”.
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La resiliencia como bandera
Su vida tuvo dolores profundos: la muerte de su madre siendo adolescente, la pérdida económica del negocio, la pandemia, y este último año, una grave fractura de pierna que la obligó a pausar por primera vez. “Estuve 60 días sin poder trabajar. Gracias a Dios, Sandra vino a reemplazarme”, cuenta.
Pero nunca consideró bajar los brazos. “Yo no soy de quedarme en casa. A mí me gusta la actividad. Me gusta la gente. Nunca digo ‘no tengo ganas de ir’. Á veces digo que llueve, pero igual voy”, dice entre risas.
Cuando se le pregunta si piensa retirarse, responde sin dudas: “Cuando Dios diga.”
Echar raíces
Quizás lo más admirable de Elva es que, a pesar de no tener grandes redes familiares en San Francisco, hizo de la peluquería su lugar en el mundo. Se ganó el respeto de colegas, el cariño de sus clientas y la admiración de quienes la conocen.
“Me costó mucho, pero eché raíces”, dice, con la calma de quien ha vivido mucho y ha superado más.
A sus 82 años, con 65 de trabajo continuo, sigue levantando el teléfono, prendiendo las luces del salón y disponiéndose a escuchar historias, transformar miradas y regalar cercanía. Su energía sorprende incluso a ella. “No sé de dónde la saco… pero siempre fui así”.
Quizás porque la vida la obligó a ser fuerte desde muy joven. Quizás porque encontró en su oficio un espacio de contención y amor. Quizás porque la peluquería fue el lugar donde echó raíces.
