Entrevista
El límite como elección
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Hay personas que parecen hechas de movimiento. Que no pueden quedarse quietas ni física ni mentalmente. Leandro Fiore es uno de esos. Corre, pedalea, nada, trabaja ocho horas, organiza su día al minuto y aún así encuentra un hueco más para entrenar. No porque tenga una obligación externa, sino porque algo dentro lo mueve, lo empuja, casi lo convoca.
Su historia no arranca en un podio ni en una pista profesional. Empieza en San Francisco, en clubes de barrio, en canchas de básquet, en partidos improvisados de fútbol con amigos. “Siempre hice deporte, toda mi vida”, dice. Y no suena exagerado: desde chico tocó de todo. Básquet, tenis, vóley, fútbol, lo que hubiera. A veces para jugar en un club, otras para representar a la universidad. Pero nunca dejó de moverse.
La transición de ese deporte más liviano y social al entrenamiento serio apareció casi sin buscarla. Fue viviendo afuera, cuando empezó a correr solo, sin grupo, sin profesor, sin plan más allá de lo que marcaba una app. “Entrenaba por gusto”, cuenta. Corría, nadaba, pedaleaba para trasladarse. Nada estructurado, pero con constancia. Y un día, en una cinta, pasó lo inesperado: corrió una hora sin drama, sin molestias, sin esa sensación de estar sufriendo. “Ahí dije: ok, puedo”. Ese pequeño gesto fue más revelador que mil manuales.
La curiosidad lo llevó a YouTube y a distintos planes de entrenamiento. Strava, Adidas Running, Training Peaks. Videos del “Colo” Mourglia. Consejos sueltos de gente que sabía más. Todo nutría un proceso artesanal pero efectivo. Tanto que su primera carrera formal fue lejos: 21 kilómetros en Nueva Zelanda. Un debut con viento, paisaje y esa adrenalina que uno no olvida. Después vinieron más carreras, más kilómetros, más ganas.
Cuando volvió a Argentina, ya con una vida más ordenada y horarios más estables, se puso un objetivo claro: correr 42 kilómetros. A la maratón entró con la seriedad de quien sabe que esa distancia se respeta. La primera experiencia fue intensa y extraña: en Córdoba, la carrera estuvo mal medida. “Terminé corriendo 39.5 km. Fue un bajón”. Pero no lo frenó. Siguió. Se probó otra vez. Encontró ritmo. Entrenó mejor. Mejoró.
Y un día apareció el triatlón. Tres disciplinas, una sola vida tratando de encajar entre trabajo, horarios, descanso, comida y cansancio. La exigencia no sólo era física: era logística. La bici que había que comprar en cuotas, el traje de neopreno, la ropa técnica, los geles, los accesorios. “Es un deporte caro. Fui comprando de a poco”, admite. Cada elemento era un paso más hacia una versión más completa de sí mismo.
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La entrada a un grupo de entrenamiento fue otro punto de quiebre: Ryser Runners. Gente con la misma obsesión, la misma pasión y la misma manera de entender que el progreso a veces llega cuando otro te ve desde afuera. “En un grupo mejorás muchísimo. Te miran cómo pisás, cómo corrés, cómo calentás”. La compañía, el empuje colectivo, la mirada técnica y el simple hecho de no entrenar solo hicieron la diferencia. Porque por más que parezca un deporte individual, el camino no lo es.
Ahí llegó el salto: medio Ironman. Una marca que pesa. Un evento que impacta. Una organización que asombra. “Ver a los mejores al lado tuyo es increíble”, dice. En esas competencias, un amateur se cruza con la élite sin barreras. Comparten calles, hidratación, clima, cansancio. Uno está en el puesto 1, otro en el 1500, pero el recorrido es el mismo. Ese contacto tiene algo de mágico. “Es como pasar de ver la D a ver la A”, ilustra. El nivel, la logística, la seguridad, la atmósfera: todo es grande.
Pero lo mejor —lo más honesto— aparece en la intimidad del entrenamiento. No en el día perfecto, sino en el día horrible. Ese día en que la cabeza está quemada, en que pasaste horas frente a la computadora, en que cerrar la notebook y cambiarte para entrenar parece una hazaña en sí misma. ‘Hay días que entrenás mal no porque estés agotado físicamente, sino mentalmente. Pero si lo hacés igual, ese día vale doble’, dice. Esos entrenamientos se archivan como victorias invisibles.
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El equilibrio es frágil. El tiempo escasea. Las horas se estiran. Levantarse a las 6 para pedalear antes de trabajar. Salir a correr después de un día largo. Planificar la comida, porque cocinar cansado es un lujo que pocos pueden sostener. Ajustar los horarios según la lluvia. Adelantar un turno si el clima cambia. Mover el día de descanso para no perder continuidad. Y aceptar que, en semanas previas a una carrera, familiares, amigos y vida social se resentirán un poco. “Siempre son los más perjudicados”, admite sin dramatismo. Es parte del pacto.
Al final, la pregunta inevitable aparece: ¿por qué hacerlo? ¿Qué lleva a una persona a buscar el límite, a exponerse al dolor físico, a la tensión mental, a los kilómetros interminables? La respuesta inmediata es simple: “Porque me gusta”. Pero detrás hay más: constancia, adrenalina, alegría. El placer silencioso de superarse. La satisfacción de terminar algo que parecía imposible. La certeza de que el cuerpo y la mente pueden más de lo que creemos.
Leandro lo piensa un segundo y lo dice sin vueltas: “Me gusta competir conmigo mismo”. No busca ganarle a nadie. No corre contra los élites. Corre para mejorar su tiempo, su postura, su ritmo. Corre para romper su propia marca. Para demostrar que el límite no es una pared fija sino algo que se adelanta cuando uno avanza.
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Es honesto al reconocer que a veces se aburre, que bajar de cuatro horas en 42 kilómetros cuesta más de lo que imaginaba. Pero también entiende que ahí aparece la oportunidad de cambiar el desafío. “Como no puedo ser más veloz, capaz que puedo hacer más deportes”. La resistencia como refugio. La variedad como estímulo. El triatlón como respuesta.
En el fondo, no hay épica exagerada. Hay trabajo. Mucho. Horarios, cansancio, sacrificio. Días buenos y días nefastos. Pero también una satisfacción profunda: la de cumplir con uno mismo. “Terminás diciendo: sí, valió la pena”, resume. Y en esa frase cabe todo: el esfuerzo, el desgaste, el aprendizaje y ese brillo de alegría que llega cuando cruzás la meta, aunque sea la meta íntima, la personal.
Leandro no corre para escapar. Corre para encontrarse. Para descubrir hasta dónde da. Para descubrir quién es cuando el cuerpo y la mente lo llevan al borde. Y cada vez que cruza esa línea, vuelve sabiendo algo más de sí mismo.
