El japonés que escribió sobre la muerte de su abuelo
Un joven escribe un diario sobre su abuelo moribundo, el único pariente que le queda. El anciano, autor no publicado, se pregunta qué será de su nieto. Ninguno sabe que esas páginas manuscritas se perderán por años, hasta reaparecer al cabo de una década y marcar el comienzo de una carrera, de una voz, que no era de este mundo.
Por Manuel Montali | LVSJ
Yasunari tiene 14 años. Escribe un diario. Vive con su abuelo, un anciano casi ciego a causa de cataratas y también algo sordo: tiene que gritarle a centímetros de la oreja para que él sepa cuando llega a la casa.
El abuelo se está muriendo y el joven se debate entre el desagrado de tener que asistirlo en los cuidados más personales (desde alimentarlo hasta ayudarlo a orinar) y la angustia de quedarse solo en el mundo, sin casa y ni parientes cercanos.
Yasunari había nacido en 1899 en Osaka, Japón. Su padre murió cuando tenía tres años. Su madre, al año siguiente. Una prima le contó que, cuando murió el padre, estaba excitado de tener la casa tan alborotada y repleta de gente, pero que no le gustó cuando martillaron los clavos en el ataúd, y que nadie sabía qué hacer con él.
Ya huérfano, fue adoptado por sus abuelos paternos. La hermana mayor fue a lo de unos tíos, pero murió siendo niña. Su abuela murió también. Quedó solo con ese anciano, pura piel y huesos, que yace en una cama, que sufre y se queja.
El diario comienza un 4 de mayo. Cuenta la intimidad dolorosa y el advenimiento de la muerte. Los únicos sonidos de la casa son el tic-tac de reloj de pared y el mechero de la lámpara de gas. La soledad y la tristeza son asfixiantes. Apenas si los acompaña una campesina, que ayuda con la cocina y las tareas domésticas. Y que trae soluciones caseras para el mal del abuelo (que según una médium es una criatura que habita en su interior), como colocar un pliego de Bodhisattva Myoken sobre él y quemar incienso. Para el joven, son supersticiones, pero elige el silencio. Alguna vez aceptará tomar una espada para blandirla sobre la cama del abuelo y espantar espíritus malignos, pero se sentirá ridículo.
La campesina le dice al joven huérfano: "Piénsalo como la forma de pagar su deuda de gratitud con el abuelo". Eso a Yasunari lo reconforta.
Van llegando a la casa algunas notificaciones de deudas contraídas por el abuelo. El joven encuentra que el ahora anciano ha escrito un libro, "Una teoría para la construcción de la casa segura". No logró publicarlo. El joven dice que todo lo que el abuelo intentó fue un fracaso: sembrar té, fabricar gelatina vegetal, producir medicinas, escribir.
Los días avanzan. El abuelo empeora y se lamenta: "He pasado una vida llorando", dice. No tiene nada para dejarle al nieto. Se debilita. Se pierde. En uno de sus raptos de lucidez, sabe que no se puede vivir retrocediendo. Le preocupa cómo el nieto logrará abrirse camino en el mundo.
La primera versión del diario llega hasta el 16 de mayo. El abuelo falleció el 24. No llegó a ver que los niños crecen, aun sin padres, aun sin abuelos. Tampoco, como escritor inédito, llegó a ver que ese diario que el nieto empezó a escribir para dejar testimonio de sus últimos momentos de vida, se convertiría en la primera obra literaria del joven en ver la luz.
Porque el joven Yasunari, una vez muerto el abuelo, se la pasó deambulando por la casa de parientes más lejanos y albergues. Y fue así que diez años más tarde, en el depósito de la casa de un tío que se estaba por vender, halló el diario, con ese tono triste y solitario que lo marcaría de por vida. Escribiendo los lamentos del abuelo moribundo, había desarrollado una voz que no era de este mundo y que lo llevaría a ser el primer japonés en ganar el Premio Nobel de Literatura en 1968.
Al momento de hallar esas hojas manuscritas y decidirse a publicarlas, Yasunari Kawabata se sorprende: no tenía recuerdos de la vida cotidiana que describe. ¿Adónde se han ido esos días?, se pregunta. La imagen de su abuelo, en el diario, es mucho más fea de la que recuerda. Lo ha purificado. La memoria a veces funciona así. Eso quizá también fue una forma de pagar su deuda de gratitud.