Opinión
El Eternauta, la memoria y el problema del bacalao en Noruega
Manuel Montali analiza el estreno de la serie de "El Eternauta". El héroe colectivo llegó a las plataformas de streaming y volvió a poner en diálogo popular uno de los mejores cómics de la historia.
Por Manuel Montali
El pasado miércoles, el gigante Netflix estrenó un tanque a su altura, un elefante que muchas veces se había querido abordar sin saber bien desde qué oreja tironear. Hablamos, por supuesto, de “El Eternauta”, la serie protagonizada por Ricardo Darín (¿quién, si no?) en la piel impermeabilizada de Juan Salvo, basada en el cómic publicado por primera vez en 1957, en Hora Cero Semanal, con guión de Héctor Germán Oesterheld e ilustraciones de Francisco Solano López.
El estreno no decepcionó. En los próximos días se irá poniendo la lupa sobre el devenir de esta mega producción y sobre aspectos cruciales de la trama. Sobre sus aciertos, sobre las muchas licencias que implica, con respecto a la historia original, el tener que adaptar la Argentina de 1957 -la de la Revolución Libertadora, la Guerra Fría y la carrera espacial- a nuestro tiempo presente.
De cualquier manera, hay un elemento crucial que marca una continuidad entre el papel y la pantalla, como es la segunda lectura. “El Eternauta” era una historieta de ciencia ficción, sí, pero también con profunda raigambre política (sin por ello ser partidaria), en donde se cuestionaban diferentes posiciones y, fundamentalmente, sentidos de humanidad. Juan Salvo representa una filosofía de vida (y por ende, ideológica, político-económica, social), es el tan mentado héroe en grupo, el héroe colectivo, ese que han reclamado desde distintos espacios, pero que es de todos. El “nosotros” frente a los “otros”, o bien, frente a los “Ellos” (para alinearlos a los enemigos de la historia). Oesterheld, frente a los superhéroes norteamericanos de moda, individuales y omnipotentes, creaba una resistencia en grupo. Eso, dos años antes de que triunfara la Revolución Cubana, y también a casi veinte de que comenzara la peor de nuestras dictaduras, para resignificar absolutamente toda la aventura de Juan Salvo.
Tan es así, que cuando Oesterheld había reescrito el guión original en tiempos de otra dictadura, en este caso la llamada Revolución Argentina (1966-1973), junto a un maestro de maestros como Alberto Breccia, para la revista Gente, ya había profundizado los tópicos políticos y la crítica hacia el imperialismo-capitalismo, haciendo por ejemplo que las potencias del norte pactaran con los invasores la entrega de Latinoamérica como moneda de cambio.
La serie de Netflix muestra la tensión permanente entre el individualismo, el “sálvese quien pueda” (desde la desesperación, la incertidumbre ante lo que sucede y la visión de que todo hombre, en circunstancias más o menos críticas, se convierte en lobo del hombre), y la solidaridad colectiva, el tender la mano a los hermanos de tragedia. Hay puertas que se golpean todo el tiempo y el dilema de los personajes es siempre el mismo: ¿amigo o enemigo?, ¿abrir o disparar?, evidenciando que la respuesta en gran parte de los casos es una profecía autocumplida y depende de la postura propia.
Por supuesto, el tener un enemigo en común facilita las cosas. “Dame un punto de apoyo y moveré el mundo”, reza un famoso adagio. Eso y encontrar un villano compartido para reencontrarnos en la pelea es bastante parecido.
Hay una teoría dando vueltas por el éter: si se toma un frasco y se pone dentro hormigas rojas de una colonia y negras de otra, en principio van a convivir de forma pacífica, hasta que alguien sacuda el tarro y los insectos empiecen a aniquilarse, culpando unas a otras por el problema.
Con su humor fino de siempre, el grupo Les Luthiers planteaba un sketch en donde un partido político analiza innovaciones al himno para ganar mayores simpatías entre su electorado (y también para engrosar su partida presupuestaria). Un miembro de esta comisión sugiere, con buen tino, buscar un nuevo enemigo en común, por fuera de España (“país muy querido por todos nosotros”) y Estados Unidos (“principales propulsores de nuestra actual democracia… y de nuestras anteriores dictaduras”). Se deciden por Noruega, por inventar algún problema con el precio del bacalao o algún conflicto de fronteras para advertir a la amenaza escandinava: “Quedaos en Oslo, no salgáis de Oslo, os lo decimos por última vez”.
Los personajes de “El Eternauta”, asustados y aislados en el pequeño refugio de un hogar típico de clase media (el sueño “burgués” americano), cambian la actitud cuando la épica ya no pasa por salir a buscar víveres sin caer muertos por la nevada o por algún otro sobreviviente, sino por hacerle frente a ese enemigo exterior, poderoso y sin rostro.
La serie televisiva mete un pleno sobre esta lectura. Y va más allá. Así como el guión de Oesterheld terminó siendo premonitorio, esta producción de Netflix cobra otro significado en post pandemia, con reminiscencias a esas pequeñas epopeyas diarias de salir a una calle prohibida casi en soledad, casi de incógnito o contrabando, sometiéndose a un riesgo invisible (la nevada, el virus).
Qué decir incluso del capítulo inicial, en donde asistimos a un apagón sobre Buenos Aires, en un verano de fallas eléctricas y cacerolazos que se parece a cualquier verano argentino, pero que tomará seguramente otra dimensión cuando sea visto desde la península ibérica, a pocos días de quedar a oscuras e incomunicada, hundida en incertidumbre, ansiedad, estrés y caos pre apocalípticos.
La serie tiene otros aciertos o elementos que a más de uno le sacarán una sonrisa, como un culto a la argentinidad al palo: el truco, los insultos bien rioplatenses, la música en la que se alternan Manal, El mató a un policía motorizado, Mercedes Sosa… Y esas calles en donde un rastrojero de repente es la clave de la salvación.
Muchos antes intentaron sin éxito abordar la figura inmensa e inmortal de “El Eternauta”. La producción de Netflix, como ninguna producción, jamás terminará de agotar las visiones que se pueden hacer sobre este personaje. Porque la misma historia de Juan Salvo quedó inconclusa, truncada por la desaparición forzada de su creador, quien engrosa la lista del terrorismo de Estado junto a sus cuatro hijas.
Puede interesarte
Hubo secuelas con otros guionistas, algunas también ilustradas por Francisco Solano López, que conservaban la forma pero no el fondo. Nada volvería a ser lo mismo sin Oesterheld. No lo fue ni siquiera la reedición ilustrada por Breccia. Juan Salvo, para el grueso de los lectores, fue siempre el hijo de Oesterheld y Solano López. Los ojos de Darín al mirar ese horror, los “ojos abismo” de “El Eternauta”, son un grandioso homenaje al dibujante original.
Podría pensarse que es hasta injusto que la criatura (El Eternauta) sea más popular que el padre (Oesterheld), pero eso también habla de la grandeza del cómic. No fueron menos gigantes Sherlock Time, Ernie Pike o Mort Cinder, por mencionar solo unos pocos de los otros hijos maravillosos del guionista, pero Juan Salvo juega en una liga aparte: es el Martín Fierro del siglo XX. Y esa es la altura del desafío que asumen Darín y compañía.
El estreno de la serie es una buena excusa para regresar sobre la figura de Oesterheld, quien fue un personaje en su propia historieta. Fue un héroe en su cómic. Pero llegó el momento en que quiso hacer algo más. Quiso ser como Juan Salvo. Ante el horror también asumió que la salida era colectiva, que había que involucrarse para frenar la embestida. Salió a buscar a su hija, a sus hijas, y la nevada verde se lo llevó. Pero nunca se fue. Casi, casi, como Juan Salvo.
Una de sus últimas publicaciones fue “El Eternauta II”, concebida en otro tiempo para el autor y la Argentina, sobre el filo de la dictadura de 1976. Mucho más explícita en la tragedia, sigue siendo una historia de ciencia ficción con dobleces, con una vuelta sobre los propios pasos, para revivir y analizar… Podría decirse, un ejercicio de memoria. En el final de un horror que es mucho peor al que lo antecede, Oesterheld, de nuevo como personaje, se cruza con “El Eternauta”.
-¡Eh, Juan! ¡Voy contigo! -le grita.
-Sabía que vendrías, Germán -le contesta Salvo-. Te necesito.
Y nosotros, nosotros también los necesitábamos.