El día en que se terminó el viaje
Un joven, que alguna vez soñó con ser futbolista, se encierra en pleno verano a ver televisión. Se juega un Sudamericano Sub 20 en Colombia. Y uno de los suplentes de Argentina, dicen, es todavía mejor que Lavezzi, Barrientos y el "Látigo" Peirone.
Por Manuel Montali | LVSJ
El Freddie Mercury que se sabía moribundo, allá por 1989, cantó una canción hermosa, bastante olvidada, en la que se preguntaba si la vida de rockstar, frenética, había valido la pena. Si el viaje de casi veinte años, una montaña rusa de emociones sin tregua, merecía que él le hubiera dejado su vida.
Soy un buceador de las canciones perdidas de Mr. Bulsara. Pero tengo otro hobby extraño: me gusta ver los campeonatos Sub 20 de la selección argentina. No me lo explico del todo. Pero creo que es por la suma de dos particularidades: el amateurismo/sentimiento con el que compite todo aquel que lo hace bajo la bandera de su país y la falta de alambrados anti talento que todavía suele observarse en categorías inferiores. Que se entienda: los chicos que llegan a un sub 20 ya son, en su mayoría, profesionales, y juegan bajo rigurosas órdenes tácticas y estratégicas. Pero, el menor estudio e incluso desconocimiento de los rivales, habilita a ciertas individualidades a mostrarse con mayor espacio. Además, me gusta ir conociendo desde el vamos a los futuros ídolos.
En enero del 2005 se jugó un Sudamericano Sub 20 en Colombia, que daba cuatro pasajes para el Mundial de Holanda de la categoría. En ese momento yo tenía menos de 20 años y estaba en El Cóndor, una pequeña localidad balnearia, cerca de Viedma. No cargaba con mayores obligaciones ni preocupaciones, así que, en el horario de los partidos, me encerraba en el barcito de un hotel, único lugar en donde consumición mediante me permitían ver los partidos, para disfrutar y envidiar la suerte de mis contemporáneos que vestían la celeste y blanca. Había además muchos jugadores de San Lorenzo (Pablo Barrientos, Hernán "Látigo" Peirone, Ezequiel Lavezzi, Pablo Zabaleta), club del que soy hincha.
Fue en el segundo tiempo del debut, contra Venezuela, que ingresó un pibito, muy pequeño, casi una pulga, al que la remera le volaba. Se decía que era bueno, que era un rosarino que jugaba en Barcelona, y que Argentina había montado un operativo bien al estilo de Julio Grondona para "blindarlo" en momentos en que España ya lo tentaba para sus filas. Creo que fue en la primera pelota que tocó: corrió de derecha al centro, arrastró tres o cuatro marcas, esquivó patadas criminales y clavó un zurdazo inatajable al palo más lejano del arquero. Al partido siguiente, contra Bolivia, igual: otro "slalom", otro zurdazo, otro gol. Y así siguió sumando apariciones y goles, entre ellos uno en victoria ante Brasil, hasta lograr el pasaje al Mundial de Holanda.
El campeón de ese Sudamericano fue el local, Colombia. Me acuerdo del delantero "cafetero", Hugo Rodallega, goleador del certamen, declarando que, la única diferencia con el argentino que deslumbraba a todos, era que ese tal Lionel Messi jugaba en Barcelona, mientras que él lo hacía en Deportes Quindío.
Pero llegó el Mundial 2005. Si al día de hoy no se conserva en la videoteca de todos los futboleros es porque fue un campeonato juvenil. Ese tal Lionel Messi arrancó otra vez desde el banco. Después del debut y derrota contra Estados Unidos, ya no hubo forma de sentarlo. Destacó, individualmente, al nivel de Diego Maradona en 1986, incluyendo victoria en octavos contra la Colombia de Rodallega, eliminación a España con uno de sus malabares imposibles, boleto a casa para Brasil con un golazo de playstation y dos tantos en la final contra Nigeria. Fue el goleador y, por lejísimos, el mejor jugador. Al día de hoy guardo un póster, con Messi celebrando la victoria ante los cariocas. El único póster que alguna vez colgué de un futbolista.
El rosarino saltó a la selección mayor. Con este privilegio de ser testigo del retorno de lo extraordinario, de lo maradoniano, desde entonces hice lo que estuvo a mi alcance para volver a estar sentado frente al televisor, y alguna que otra vez en la tribuna, cada una de las veces en que ese chico se volvía a poner la albiceleste.
Porque la vida y el fútbol se mueven en círculos, el primer tanto suyo con los grandes fue a principios de 2006 ante Croacia, en donde ese día debutó un tal Luka Modric. Pero ese partido no pude verlo. Mi papá se había destrozado en un viaje en auto. Algunos amigos me acompañaron hasta la comisaría de Nono, en donde estaba el vehículo, un bollo de chapa, para retirar sus pertenencias: documentación y ropa manchada de sangre. A la vuelta, bajando de las altas cumbres, vinimos en silencio, escuchando el juego en la radio. El gol de Messi fue un pequeño consuelo.
Después, las muchas ilusiones y frustraciones. Como las peleas, de a montones, por Messi, después de la final del Mundial 2014. Ese injusto Diego-Lionel hizo una grieta enorme, un anticipo de lo que vendría en política en el caldeado 2015. Rogué, como tantos, que volviera a la selección luego de renunciar tras la tercera final perdida al hilo en 2016. Antes del partido definitorio en Ecuador me encomendé, con una estampita con su cara, a que obrara el milagro de llevarnos al Mundial 2018. Sufrí con él otra decepción. Como la de la Copa América 2019.
Pero llegó al fin la redención, con el título en el Maracaná, y el fútbol pasó a ser un lugar más justo. La finalísima frente a Italia no hizo más que extender este hermoso idilio que nos trajo hasta una nueva final del mundo.
Todo este Mundial lo viví con la nostalgia anticipada de saber que, cualquier partido, podía convertirse en el último de Messi con nuestra selección. Y él, que desoye nuestro ruego de que sea siempre extraordinario, de que sea eterno, ya nos anticipó que este domingo veremos su última aparición en un Mundial.
Es fútbol y puede pasar cualquier cosa. Ojalá, desde mañana, en la espalda de Lionel ya no viva Maradona, esa carga que nunca reclamó ni mereció.
Esta columna es para darle las gracias por la magia, por las ilusiones, por las sonrisas y los abrazos que nos regaló. Hoy, antes de la final, por suerte, ya suena redundante. Desde ese primer vuelo, en un verano de 2005, hasta este domingo, casi veinte años más tarde. Como Freddie Mercury, cuando se le apagaba la voz y se preguntó si había valido la pena. Como Freddie Mercury, que se respondió que sí, que si volviera a nacer haría exactamente lo mismo, una y otra vez. El viaje de Messi, tan maravilloso como extenuante, por llevar siempre encima la sombra de un dios de Fiorito, también fue increíble. Y para todos los que lo seguimos, llorando sus derrotas y alegrándonos al fin con sus primeras consagraciones, valió la pena. Pase lo que pase, valió la pena.