Running
El Cruce: siete atletas, cien kilómetros y una experiencia que los marcó para siempre
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Siete representantes de la ciudad completaron uno de los desafíos más exigentes del trail running sudamericano. Entre viento, barro, frío en altura y paisajes que parecían irreales.
No hay foto, ni crónica, ni reloj que alcance para explicar lo que se vive entre cerros cuando el cuerpo empieza a negociar cada paso y la montaña impone sus reglas. Lo saben quienes estuvieron ahí: siete corredores de San Francisco que se animaron a una edición especialmente dura de El Cruce, con clima cambiante, subidas interminables, terrenos técnicos, noches de descanso incómodo y amaneceres capaces de ordenar cualquier angustia. Algunos debutaron, otros regresaron para saldar una cuenta interna, pero todos coincidieron en lo mismo: la montaña te prueba, te desarma y después te acomoda.
Los tiempos finales reflejan esa batalla íntima: Andrea Brignone (15h07m), Pablo Boetto (15h38m), Darío Villagra (16h20m), Luciana Chiavassa (17h52m), Rubén Ghione (20h20m), Lorena Carballes (19h21m) y Lucía Martelli (19h21m).
Pablo Boetto: el desafío de la primera vez
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“Es mi primera experiencia en El Cruce y, sinceramente, era un mundo desconocido para mí. Había hecho varias carreras de trail, sí, pero esta distancia es otra cosa: la escala cambia, la cabeza juega más fuerte y los tiempos del cuerpo son distintos. La preparación llevó más de seis meses de entrenamientos constantes, buscando construir una base sólida para no llegar con dudas.
Entrenar para la montaña sin vivir en la montaña es todo un desafío. Acá no tenemos desniveles largos, ni subidas técnicas, ni ese tipo de terreno que te castiga los tobillos. Pero con planificación y creatividad se puede: fuerza en el gimnasio, natación para sumar resistencia sin impacto, y trabajos específicos que, aunque no replican la montaña real, te van preparando mentalmente.
Mi objetivo principal nunca fue un tiempo. Quería vivir la experiencia, sentir esos paisajes que solo ves si los corrés, y llegar a la meta con la sensación de haberle ganado a todo lo que te frena antes: el miedo, la duda, el cansancio. Lo logré, y eso para mí vale más que cualquier ranking”.
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Lucía Martelli: cabeza, frío y emoción
“Para mí fueron tres días tan duros como emocionantes. No se trata solo de correr un número de kilómetros, sino de lo que pasa en tu cabeza cuando las piernas ya no tienen tanto para dar. El Cruce te pone a prueba todo el tiempo: los campamentos, el frío, la espera, el cansancio acumulado, esa mezcla rara entre querer llegar y querer seguir mirando todo.
Los lugares por los que pasamos eran un sueño. No exagero: había momentos en los que el paisaje parecía inventado. Y al mismo tiempo, te golpeaba la realidad del clima. Subiendo los cerros se ponía helado, el viento te empujaba para atrás y tenías que apretar los dientes para poder avanzar. La etapa 3 fue la más dura para mí. El desgaste ya venía encima y el clima no perdonó.
Pero ahí aparece lo que no se entrena: la cabeza. Esa parte que te dice ‘seguí, un poquito más’. Cuando crucé la meta sentí una mezcla de alivio, orgullo y emoción que no sé si alguna vez voy a volver a repetir. Correr 100K, domar la cabeza y llegar… es un antes y un después en serio. Mi entrenadora, Ale Rosso, siempre me dijo que la montaña te cambia, y creo que ahora entiendo por qué”.
Andrea Brignone: una aventura en familia
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“Corro hace nueve años, y en febrero cumplo cincuenta. Jamás imaginé que iba a vivir algo como esto. Lo más lindo es que no lo hice sola: fui entrenada por mi hijo, Renso, que además es mi profe. Eso le dio a todo una carga emocional enorme. Ser su primera alumna en un desafío así me llenó de orgullo y de responsabilidad.
La preparación fue larguísima: casi ocho meses pensando, entrenando, ajustando cosas, aprendiendo a escuchar el cuerpo. Renso Heredia planificó todo desde marzo, con una paciencia infinita. Él sabe lo que puedo dar, cuándo tengo que aflojar, cuándo puedo apretar. Y yo confío plenamente en él. También mi marido estuvo siempre acompañando, ayudando, bancando cada salida larga.
Lorena Carballes: dureza, compañerismo y una meta que volvió a cruzar de la mano de su amiga de siempre
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Con 19 horas y 21 minutos, Lorena Carballes completó una de las ediciones más exigentes de El Cruce sosteniendo una idea que la define: lo durísimo también puede ser hermoso. La montaña la enfrentó al frío, al viento y a esos momentos en que el cuerpo flaquea, pero ella eligió apoyarse en el paisaje, en la experiencia y en esa mezcla de sufrimiento y disfrute que solo el trail sabe dar. Llegó agotada, sí, pero también con una emoción que le desbordaba la cara.
Como en cada desafío grande, lo hizo acompañada de Lucía Martelli, su dupla inseparable dentro y fuera de los entrenamientos. Juntas se preparan bajo la guía de Ale Rosso, la entrenadora que ordena, planifica y empuja. Esa combinación —duro entrenamiento, compañerismo real y confianza en quien las dirige— le dio a Lorena una fuerza extra para completar los casi cien kilómetros. Una meta más, pero nunca una meta más.
A los 72, Rubén Ghione demostró que la edad no detiene a quien elige seguir adelante
Rubén llegó a El Cruce con un recorrido que ya lo distinguía antes de largar: contador de profesión, corredor por vocación, y un hombre que a los 71 ya había conquistado montañas en Salta y Jujuy y corrido 62 kilómetros en dos días en Brasil. Su historia no nació en la elite del deporte, sino en decisiones simples: sumarse a un grupo de running hace seis años, entrenar con constancia y descubrir que la pasión por correr es capaz de empujar mucho más lejos de lo que el cuerpo imagina.
Con 20 horas y 20 minutos de carrera, afrontó los casi cien kilómetros de El Cruce con la serenidad de quien entiende que la montaña no se negocia: se respeta, se escucha y se atraviesa. Ni el viento, ni el frío en altura, ni las subidas interminables parecieron intimidarlo. Su paso firme, incluso cuando el desgaste se hacía evidente, generó admiración en corredores de todas las edades. Muchos lo veían avanzar y entendían que estaban presenciando algo más que un desafío deportivo: estaban viendo a un hombre que decidió no ponerle fecha de vencimiento a sus sueños.
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El Cruce no es solo correr: es aceptar que vas a dormir en carpa, que no te vas a bañar como en tu casa, que la comida es diferente, que el descanso no es descanso. Es salir de todo lo cómodo y dejar que la montaña decida cuánto te va a probar. Pero cuando cruzás la meta te das cuenta de que valió la pena cada entrenamiento, cada duda, cada cansancio. Llegar ahí es muy fuerte, y hacerlo con mi familia detrás… todavía más”.
Un cierre que queda abierto
El Cruce no tiene un podio que importe para quienes lo corren. Importa el viaje, la cabeza, las piernas, la comunidad y esa sensación íntima de haber ido un poco más lejos de lo que uno creía posible.
Los siete sanfrancisqueños volvieron con mucho más que una medalla: volvieron con historias, con aprendizajes, con paisajes en la memoria y con la certeza de que la montaña no se corre… se atraviesa.
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