El andariego que quería dejar huella
Un niño, nacido en Santiago del Estero pero criado en San Francisco, mete bochinche de percusión y canto, con su hermano, en una casa de Bv. Juan B. Justo al 700. No se queda quieto. Empieza a caminar. Y camina mucho. Va por Argentina, Latinoamérica y Europa, siempre cantando, siempre pisando.
Por Manuel Montali | LVSJ
Un santiagueño de espíritu inquieto, al que le decían Beto, llegó un día a San Francisco, nadie recuerda bien por qué, pero seguro tiene que ver con esas cosas de los caminos cuando no se sabe dónde terminan ni por dónde pasan. Llegó siendo un niño, cuando alumbraban los años '50, pero ya con el cuerpo hecho canción.
Lo primero que sonaba, en su casa de Bv. Juan B. Justo al 700, era la mesa. Con su hermano le daban y le daban, viendo bombos y cuero vacuno donde había melamina y manteles, y ensayando arreglos corales.
Después llegaría la guitarra, y con ella, las primeras presentaciones en Córdoba y Buenos Aires. Beto tenía 16 años. Pero se quedó solo, porque el hermano decidió abrirse otro camino. Él no aflojó, y se mandó a un concurso eterno en el viejo Canal 7 de la capital. La final fue en la cancha de River. Compitió con un quinteto vocal. Y ganó.
El futuro se veía promisorio, sobre todo en años donde el folclore revolucionaba el cancionero, sacudiendo espíritus y gargantas por todo el país. Pero se tuvo que tragar una pausa obligada por la conscripción. Igual, el futuro seguía ahí, esperándolo como un perro manso. Porque apenas después de terminar de correr, limpiar y barrer, le llegó el llamado que lo marcaría para todo el viaje. Era mediados de los '60. Un grupo que se había formado en San Rafael, llamado "Los Andariegos", y que llevaba una década de éxito creciente, andaba por Córdoba con una vacante de urgencia. Beto ensayó con ellos un par de horas esa misma tarde, y a la madrugada ya estaba debutando en vivo, rogando que la gente se fijara en su voz y no en la ropa, que no encajaba para nada con la que llevaba el conjunto. No obstante, no le dio mayor importancia, porque para él fue como empezar a jugar en primera, codeándose con los grandes de la música y asumiéndose como un militante de la cultura popular latinoamericana.
Su camino después tendría muchos otros rumbos y pasearía su voz y sus canciones, dentro y fuera de "Los Andariegos", por el continente e incluso Europa (Barcelona, Cádiz, Jerez de la Frontera, Montecarlo), en tiempos de exilio obligado por dictadura, haciendo escuela con aportes a nivel coral pocas veces oídos hasta entonces en nuestro folclore. Hacía plata, pero aguantó poco: los años '80 vieron pasar una vez más sus pies por esta parte del mundo.
"Al subirse a un escenario, lo importante es dejar huella, que la gente entienda que puede haber un trabajo donde las cosas se hagan mejor sin abandonar la raíz, como el árbol, que reverdece año a año pero mantiene sus raíces aferradas a la etnia y a la historia que cada uno de los pueblos tiene detrás de sí", supo decirnos alguna vez, ya en tiempos más recientes, cuando su andar había hecho una nueva posta sobre San Francisco.
Acá volvió durante algunos años, a su casa, que es donde tenía la familia y los afectos. Venía a buscarse entre el viento y el tiempo, a verse reflejado en los suelos por los que había gateado. En San Francisco uno podía cruzarlo en cualquier calle, siempre andando, dejando huella hasta en ojotas. Luego, en los últimos años, siguió su andar por Buenos Aires. Desde allá, hace unos días, este andariego eterno partió en otro viaje, a seguir haciendo camino. Alberto "Beto" Sará tenía 78 años. Y se fue habiendo pisado mucho, pero con el deseo intacto de dejar huella.
En una serie de relatos de Alejandro Dolina se nos presenta el personaje de Tomas Dorkas, un caminante al que le resulta enteramente imposible detenerse, a causa del hechizo de una bruja. Hasta duerme caminando. No es tan malo, pero a veces le ocurre que se despierta en lugares desconocidos. Al final del relato, Dorkas logra romper el hechizo. Pero sigue caminando. Un interlocutor le pregunta entonces por qué no se detiene. Y el caminante responde: "Hay algo que usted debe saber: todos estamos condenados a un hechizo cósmico. El universo es irremediablemente fugitivo. Nadie puede detenerse. Salvo que usted sea tan estúpido como para creer que detenerse es esto". Y entonces se planta, firme como una estatua.
Beto, el andariego, también sigue caminando. Aquí quedan sus hijos y su legado. Porque se fue con lo único que se juró no soltar nunca: la alegría de haber vivido y haber andado.