Análisis
Democracia: pasaron 40 años
En medio del torbellino electoral, padeciendo los efectos de una crisis social, cultural y económica de magnitud, la vigencia de las instituciones, pese a todo, se mantiene. Costó demasiado obtenerla para que la rifemos.
El 30 de octubre de 1983 es una fecha que se transformó en un hito. Es sinónimo del retorno a la democracia luego de un período oscuro en el que la vida humana dejó de ser el valor central. La alegría era compartida por la gran mayoría del pueblo argentino: existía confianza y esperanza. La vigencia de las instituciones de la democracia hacía abrigar las mejores expectativas. Aquellas que nos podían convertir en una gran Nación, haciendo realidad el destino feliz por el que lucharon tantas generaciones de compatriotas.
Había consenso en que la democracia no se agotaba en la existencia legal de los partidos políticos y la división de poderes. La participación ciudadana volvía a ser variable esencial de la nueva etapa para evitar el retorno a experiencias autoritarias que podrían volver a avasallar las libertades cívicas y sembrar discordias entre los argentinos.
Esos vítores iniciales dieron paso a expresiones más prudentes que advertían sobre la necesidad de fortalecer las instituciones y asentar definitivamente la idea de que los mandatarios democráticos deben entregar los atributos del poder a sus sucesores tras haber cumplido los plazos constitucionales. Asimismo, una vez apagados los brillos de la restauración de las instituciones, los desafíos de la transición pondrían a prueba la experiencia que exigía –y exige- preservar las formas, respetar las normas y defender la democracia con pasión republicana.
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Las formas se han preservado, por fortuna. Más allá de los ruidos y los barquinazos que la Argentina ha venido sufriendo en estas cuatro décadas, no existe posibilidad de quiebre institucional. Pero las normas no siempre se respetaron: corrupción e impunidad han sido las consecuencias más visibles. El reclamo popular ante actitudes de los representantes elegidos por el voto no penetró con fuerza y la conciencia colectiva fue decantando en una suerte de resignación.
Peligrosa circunstancia esta última que ha morigerado en la gente la esperanza de que los gobiernos de su elección podrían mejorar radicalmente sus vidas. Si bien lejos está de fenecer, el apoyo popular a la democracia ha ido menguando. En algún caso, necesita una terapia urgente. Así lo corrobora el último informe de la Corporación Latinobarómetro, titulado “La recesión de la democracia en Latinoamérica”.
Ese trabajo, publicado en julio pasado, contiene referencias generales a todo el continente que grafican también lo que ocurre en la Argentina. Señala que “la recesión democrática no se refiere a las dictaduras sino más bien al declive y vulnerabilidad al que han llegado los países de la región después de una década de deterioro continuo y sistemático de la democracia”, afirma. Y enfatiza en las consecuencias más visibles de este fenómeno social: el aumento de la indiferencia al tipo de régimen, la preferencia y actitudes a favor del autoritarismo, el desplome del desempeño de los gobiernos y de la imagen de los partidos políticos”, entre otras.
En el apartado que grafica lo que ocurre en nuestro país, el Latinobarómetro indica que sigue alto el apoyo a la democracia (62%). Además, nuestro país tiene “la menor cantidad de ciudadanos que son indiferentes al tipo de régimen (15%) en la región”. Sin embargo, un dato surgido este año obliga a la reflexión: “Quienes apoyan el autoritarismo son el 18%, con un crecimiento de cinco puntos porcentuales respecto de 2020 (13%)”.
En medio del torbellino proselitista, padeciendo los efectos de una crisis social, cultural y económica de magnitud, enfrascadas la dirigencia en una grieta persistente a días de una elección presidencial crucial para la Patria, las palabras del primer presidente de la transición democrática, Raúl Alfonsín, vuelven a resonar: “La construcción y la defensa de la Argentina la haremos marchando juntos, aceptando en libertad las discrepancias, respetando las diferencias de opinión, admitiendo sin reparos las controversias en el marco de nuestras instituciones, porque así y sólo así podremos lograr la unión que necesitamos para salir adelante”.
Pasaron 40 años. La vigencia de las instituciones es un bien valioso que, pese a todo, se mantiene. Costó demasiado obtenerlo como para que lo rifemos.