Un baile más
De una niña que bailaba a una mujer que transforma
Desde el garaje de su mamá hasta los escenarios de San Francisco, Yanina Maretto construyó mucho más que una carrera: creó un lenguaje propio. Bailarina, docente, productora y referente del flamenco en la ciudad, su historia es la de una pasión convertida en proyecto de vida. Con emoción, constancia y entrega, logró instalar una danza casi desconocida en la región y formar generaciones de artistas que, como ella, bailan desde el alma.
Por Bautista Dutruel | LVSJ
Hay personas que parecen haber nacido sabiendo algo que el resto tarda años en descubrir. A los cinco años, Yanina Maretto comenzó a bailar. Era una niña. No sabía de técnica, ni de escenarios, ni de decisiones vitales. Pero su cuerpo ya hablaba. Ya sentía. Ya respondía a una pulsión que, sin saberlo, la iba a acompañar para siempre.
Hoy, más de tres décadas después, Yanina es una de las figuras fundamentales de la danza en San Francisco. No solo por su talento como bailarina, sino por su entrega, su camino, su capacidad de convertir una pasión en un proyecto de vida. Una artista que hizo de cada obstáculo una oportunidad y que logró instalar en su ciudad una danza que, hasta entonces, era casi inexistente: el flamenco.
Pero esta no es solamente la historia de una bailarina. Es la historia de alguien que entendió, a lo largo del tiempo, que para bailar no alcanza con saberse los pasos. Que bailar, en verdad, es encarnar, enseñar, organizar, producir, actuar. Y también resistir.
“Siempre bailé porque sí. Porque me salía. Porque me hacía feliz”, dice Yanina con espontaneidad. En esas primeras clases no había planes. No había estructura. Solo el impulso de moverse, de expresarse con el cuerpo. Esa intuición inicial fue tomando forma a lo largo de los años. A medida que crecía, también crecía su compromiso con el arte. Empezó a formarse en danzas españolas y, sin saberlo del todo, fue encontrando ahí un idioma propio. Pero en ese universo de bailes tradicionales, algo le faltaba: la intensidad. El fuego. El pulso desgarrado de lo profundo. El flamenco.
La historia del flamenco en su vida no comienza en un aula ni en un teatro. Comienza en un curso al que asistió casi de casualidad. Un curso con “La Castaña”, en Córdoba. “Yo, cero flamenco”, aclara. Y se ríe. Sabía apenas lo que cualquiera puede saber: un par de movimientos, un par de secuencias. Pero ahí vio algo distinto. Bailaores y bailaoras que transmitían con el cuerpo emociones que ella misma había sentido. Y entonces lo supo. No era cualquier danza. Era esa danza. Esa mezcla de fuerza, dolor, fuego y verdad.
A partir de ahí, nunca paró. Tomó clases, buscó maestros, se formó. En 2016 viajó a España, un viaje que en principio era turístico, casi personal, y terminó entrando a la Escuela Amor de Dios, un templo del flamenco. Tomó clases con reconocidos profesores. Absorbió cada gesto, cada mirada, cada sonido. “Era un sueño”, recuerda. Pero no se quedó en la emoción de la turista. Volvió con una certeza: ese mundo tenía que existir en San Francisco.
Instalar una disciplina artística nueva en una ciudad chica no es fácil. Mucho menos cuando no hay referentes locales ni un público acostumbrado. Pero ella no se quedó en la queja, ni en la espera. Empezó a dar clases. Donde se podía. En el garaje de su mamá, en el living de su abuela, en un dispensario, en centros vecinales, en gimnasios, en casas prestadas. Lo importante no era el espacio: era el contenido. Era el vínculo. Era esa relación tan especial que se forma entre una docente y su grupo. Entre una bailarina y su comunidad.
Hasta que, en 2014, con miedos, dudas y también mucho deseo, abrió oficialmente su escuela. “Me tiré a la pileta”, recuerda. Y lo hizo con lo que tenía: su experiencia, sus ganas y una visión clara. Desde entonces, la escuela pasó por varios lugares hasta llegar a su sede actual, en avenida Juan de Garay 3071, donde sigue creciendo.
Dar clases no fue solamente una forma de sostenerse. Fue también una forma de seguir aprendiendo. Descubrió que la docencia podía ser también una forma de creación. Una forma de transformar. “Me encanta estar al frente de la clase. Ver a otros aprender me hizo entender cosas que yo misma no había descubierto cuando bailaba”. Hoy, no solo forma bailarines, sino que les transmite una ética, una sensibilidad, una forma de sentir el arte que trasciende los pasos.
Con el tiempo, Yanina sintió que necesitaba ir un paso más allá. Que no alcanzaba con enseñar lo que sabía, sino que quería crear espectáculos que dijeran algo. Que tuvieran un mensaje. Así nació su primer proyecto como productora: Amor y Cicatriz, una obra que abordaba la violencia de género a través del baile. Luego vino MuertE en Granada, un homenaje a Federico García Lorca. Ambos espectáculos fueron pensados, dirigidos y estructurados por ella, desde la selección musical hasta la puesta en escena. “No es algo que se hace de un día para el otro. Lleva tiempo, reflexión, decisiones. ¿Qué quiero decir? ¿Qué quiero que sientan los que lo vean?”
En sus creaciones, el baile es el relato. No hay palabras, pero hay letras. Hay intensidad. Hay narración. Y hay un propósito. “A mí me gusta que se entienda. Que quien esté en la platea sepa qué está pasando, qué emoción hay detrás de cada movimiento del flamenco”.
El paso de bailarina a productora y directora no fue sencillo. Tampoco fue premeditado. Fue una necesidad. Una evolución. “Yo sentía que, si me quedaba solo bailando, me iba a estancar. Necesitaba nuevos desafíos”, relata. Hoy se permite habitar todos esos roles: estar arriba del escenario, estar abajo, pensar las luces, el orden, la estética, los detalles. Ser artista también es eso: crear contexto para que otros puedan expresarse.
Y si bien confiesa que a veces se siente demasiado “buena” como directora, porque no impone, porque no se posiciona desde la autoridad tradicional, también sabe que su forma es otra: la del acompañamiento, la confianza, el trabajo compartido.
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Si hay algo que atraviesa toda la historia de Yanina es la emoción. Ella misma lo dice: “Soy muy sentimental. Me emociono fácil. Pero no me da vergüenza. Es lo que soy”. Y es esa emoción, justamente, la que convierte su danza en algo real. Porque el flamenco no se baila: se siente. Y cada vez que baila, lo que transmite es verdad. Ya sea alegría, desgarro, fiesta o duelo. Su cuerpo dice lo que a veces las palabras no alcanzan.
“El flamenco me corre por las venas. Y mi objetivo es que quien me mire lo sienta también. Que sienta lo mismo que yo cuando bailo. Que se conmueva. Que entienda la historia que estoy contando sin tener que explicarla”, manifiesta.
Hoy, cuando se le pregunta cómo se define, Yanina no duda: “Soy una artista integral”. Porque no se trata solo de bailar bien. Se trata de entender lo que se baila. De enseñar, de crear, de sostener, de soñar. Se trata también de actuar, de producir, de escribir con el cuerpo lo que a veces la realidad no deja decir.
“A la Yanina bailarina le diría que siga estudiando. A la productora, que no se conforme. Y a la directora, que se tome en serio ese rol”. Esas tres Yaninas conviven todos los días en ella. A veces con cansancio, a veces con dudas, pero siempre con entrega.