De cartonero a campeón del mundo
En una nueva entrega del especialista Jorge Cappanera para historias de Ring Side, conocemos a Horacio Accavallo, alguien que comenzó bien desde abajo y terminó muy arriba.
Es uno de esos personajes que están metidos en el corazón de Buenos Aires que forman parte de la idiosincrasia de una ciudad que aún hoy se arraiga a los recuerdos. Horacio Accavallo es uno de esos nombres que está vivo en la memoria del pueblo. Tal vez por haber sido la imagen del que nunca tuvo nada y que a fuerza de lucha supo conseguir todo.
Fue dueño de una filosofía que está relacionada con su historia. Esa que con orgullo repetía una y otra vez. Sus días en la quema junto a su padre, las noches con su carro de cartonero, sus largas horas en el circo, su galpón de chatarra, su incursión en el fútbol y su éxito en el boxeo.
Ya pasaron 54 años de haber conseguido el título del mundo. A veces me gustaría que el tiempo no pasase tan rápido. Lo que daría por tener 20 menos... Accavallo es un nostálgico, un típico porteño sacado de una calle de empedrado irregular y buzones que ya no existen. Un porteño que nació en Lanús el 11 de octubre de 1934 cuando el boxeo argentino era dorado en los Juegos Olímpicos.
Con la obtención del título del mundo de los moscas la vida lo premió con una historia que nunca soñó, recordaba vivamente el invierno japonés de 1966. "La pelea iba a ser con Hiroyuki Erbihara pero tuvo un problema en su mano que le impidió boxear y me obligó a quedarme un mes en Tokio para poder enfrentar a Katsuyoshi Takayama", recordaba Horacio.
Había depositado toda su esperanza y sus fuerzas en esos 15 rounds que lo esperarían aquel 1 de marzo. "No fue nada sencillo el día del combate me cambiaron los guantes. Ya en el tercer asalto tenía los nudillos destrozados. La pelea fue pareja hasta el octavo pero después lo tuve tambaleando y si no lo tiré fue porque cada vez que lo tocaba me dolían las manos. Solamente intentaba hacer puntos" rememoraba.
El triunfo por puntos, aún en fallo dividido (73-69 y 74- 67, las dos tarjetas a su favor contra una tercera de 71- 70 para Takayama), fue frenético. Lágrimas, euforia, gente en las calles en la mayoría de pueblos y ciudades del país. Sí, aquella mañana de hace 54 años marcaba un episodio de evocación imborrable. Era la época en que el deporte hacia simbiosis con la identidad.
A su regreso al país y a su ciudad natal, en el camión de los Bomberos Voluntarios de Lanús, "Roquiño" saludaba a las decenas de miles de personas que lo aclamaban a su paso, iba el cartonero, el lustrabotas, el botellero, el canillita, el cadete, el equilibrista y el trapecista de circo; en definitiva iba el nuevo campeón del mundo.
Es que este hombre fue el único boxeador que cuidaba, administraba y perfilaba negocios con enorme austeridad y visión. Fue así que llegó a tener 32 locales de venta de indumentaria deportiva, creó una fábrica de calzado (Jaguar) y nunca dejó de percibir negocios ocasionales.
Fue el único boxeador a quien "Tito" consideró amigo y fue por ello que le permitió el tuteo, la mesa compartida y las noches sin reloj.
Siempre comentaba: "Me levanto a las 8.30, bajo a la cocina a tomar un poco de mate estoy un rato en casa y me voy a la oficina donde por lo general me quedo hasta las 18. Después siempre me hago tiempo para encontrarme con mis amigos los de siempre: Redondo, Bacherian, Digiani, Lectoure, Kociak y Vaccari. Sin ellos todo pierde sentido". (Atestiguando lo relatado en el párrafo anterior)
Accavallo fue una de esas personas que recordaban todo el tiempo a los afectos más cercanos. "Lo mejor que me pasó en la vida fue conocer a mi mujer Ana María y con las que compartimos nuestros cuatro hijos: Analía, Aldana, Horacio y Gustavo el que me relacionó con la música."
Su vida fue un sinfín de actividades, a tal punto que también grabó un tema (Piñas van piñas vienen) con el grupo de rock "2 Minutos" en el que se escuchaba su voz diciendo ...pibe no me bajés los brazos... Casi como un símbolo de su vida.
Buenos Aires es un pedazo del Luna Park de Troilo, de Gardel, de Sábato, de Maradona. Y aunque Horacio Accavallo no lo diga, Buenos Aires también es un pedazo de él.