Análisis
Cuando lo privado se vuelve espectáculo
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La sobreexposición no es inocua. Tiene consecuencias. El problema es, precisamente, que este problema de estar siempre expuestos no se visualiza.
La reciente viralización de un episodio ocurrido durante un recital de Coldplay -en el que un alto ejecutivo de una empresa multinacional y su jefa de Recursos Humanos fueron captados en una situación de aparente intimidad- habilita una reflexión sobre el estado actual de la privacidad y el resguardo de la vida personal en este tiempo. Lejos de una intención condenatoria hacia los protagonistas, el hecho convoca a interrogarse por la deriva cultural que ha transformado el espacio de la intimidad en una forma de espectáculo masivo.
Byung-Chul Han, filósofo surcoreano de referencia para pensar el presente, advierte en La sociedad de la transparencia que “la hipercomunicación nos despoja de toda intimidad protectora”. Vivimos en una era en la que no solo se ha naturalizado la sobreexposición, sino que incluso se promueve activamente. La consigna implícita es mostrarse, estar disponible, dejar rastros. Ya no hay un afuera del espectáculo: todo puede ser registrado, compartido, interpretado y archivado.
En ese marco, los espacios que otrora ofrecían cierta reserva han sido absorbidos por lo que Han denomina una “ágora virtual desespaciada”, un ámbito sin fronteras ni resguardos donde la vida privada circula sin control. El episodio del recital, replicado con humor por políticos, marcas e incluso organismos oficiales, se inscribe en una lógica mayor: la progresiva disolución de los límites entre lo íntimo y lo público.
El fenómeno no es nuevo. Basta recordar la escena que “protagonizaron” el presidente de Francia, Emmanuel Macron, y su esposa Brigitte en la escalerilla de un avión. En palabras del filósofo coreano, el mundo ha dejado de ser “un teatro donde se representan acciones” para convertirse en “un mercado en el que se exponen, venden y consumen intimidades”.
La gravedad del asunto no radica únicamente en la tecnología -que, como toda herramienta, puede utilizarse con distintos fines-, sino en la resignación cultural frente a la pérdida de privacidad. Un artículo de The New York Times sobre el tema del recital de Coldplay cita al profesor Charles Lindsey, de la Universidad de Búfalo, quien, contundente, sintetiza: “Si estás en un lugar público, no hay absolutamente ninguna expectativa de privacidad”. La frase no solo describe, advierte: el derecho al resguardo parece ya no estar garantizado por el contexto, sino supeditado a la posibilidad de no ser visto. Quedó esto patentizado en el siguiente recital del grupo británico, cuando su líder debió señalar a los asistentes que podían ser filmados.
Es que la sobreexposición no es inocua. Tiene consecuencias. El problema es, precisamente, que este problema de estar siempre expuestos no se visualiza. Como señala Han en La expulsión de lo distinto, renunciamos voluntariamente a nuestra intimidad y nos entregamos a redes que “nos penetran, nos dilucidan y nos perforan”.
Frente a este escenario, importante sería reinstalar el debate sobre esta cuestión. Y que en el ámbito educativo sea una obligación abordarlo pedagógicamente. Porque no todo lo que puede registrarse debe compartirse; no todo lo que circula constituye un bien público. En definitiva, si la intimidad desaparece, lo que está en juego no es solo una categoría filosófica o legal, sino una dimensión esencial de la condición humana.