Análisis
Condena, relato, épica y balcones
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La ratificación de la condena a Cristina Fernández de Kirchner por administración fraudulenta representa un punto de inflexión en la política argentina. El fallo, que puede leerse como la clausura de un ciclo, expone la vigencia de un relato que tensiona los límites entre representación popular, institucionalidad y legalidad. El balcón desde el que la expresidenta saluda y baila es el escenario de una épica que parece ingresar en su crepúsculo.
Por Fernando Quaglia | LVSJ
“Yo soy el pueblo”, “El pueblo soy yo”. Expresiones que condensan la esencia de los idearios populistas, donde el líder no solo representa la voluntad general, sino que la monopoliza, cerrando el espacio a toda disidencia. Como señala Antonio Scurati en Fascismo y populismo, la diferencia entre ambas frases es sutil pero inquietante: la primera constituye una sinécdoque (figura retórica que designa la parte por el todo) desmesurada; la segunda, un enunciado que reduce la pluralidad democrática a la singularidad de un liderazgo carismático y omnipresente.
Esa lógica discursiva tiene antecedentes raíces históricas y excede geografías, pero en las últimas décadas ha tomado una forma definida en el escenario nacional. El kirchnerismo encarnó una versión local de este personalismo pretencioso en el que la voluntad de la conducción política intenta prevalecer sobre el imperio de la ley. En ese marco, desde una simple opinión critica hasta una condena judicial se interpretan como una agresión de los “anti”, de los que resisten la identificación entre el yo del líder y la totalidad del pueblo.
La confirmación de la condena por defraudación al Estado -seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos- resignifica el escenario político argentino. Sin embargo, la respuesta discursiva del entorno kirchnerista se mantuvo aferrada a consignas ajadas, amplificadas por la lógica de la posverdad: “ataque a la voluntad popular”, “ruptura del pacto democrático”, “proscripción”, “cárcel con dignidad”, “resistencia”, “partido judicial”, aderezadas con descalificaciones e insultos.
En este contexto, se agudiza una confusión deliberada entre política y justicia. Aunque el relato populista excede ideologías (el actual gobierno nacional también recurre a él), las voces que rechazaron la condena apelaron a un discurso que insiste en subsumir el concepto de “pueblo” en el “yo” de un liderazgo hoy en retirada. De este modo, toda institución que no derive directamente de un mandato electoral es percibida como una amenaza. Por caso, medios de comunicación y el poder judicial, si no se alinean, deben ser combatidos. Visión preocupante para la salud de una república.
Perplejidad
Tras el pronunciamiento de la Corte Suprema, la perplejidad se adueñó del peronismo. Los sectores más fieles se manifestaron con alguna virulencia y fueron voceros de teorías conspirativas, otros emitieron comunicados descafeinados, algunos se llamaron a incómodos silencios. Con el paso de los días, hubo intentos de ordenar la respuesta, aunque ciertas ausencias revelaron lo difícil que será alcanzar una unidad de criterios. No obstante, podría esperarse que la estructura partidaria geste una acción más organizada y que facciones más extremas intenten escalar el conflicto.
En este marco, la reconfiguración del escenario político derivada de la decisión de la Corte interpela, no solo a las distintas facciones del peronismo, sino también a todos los actores, que deberán encontrar nuevas formas de tramitar los conflictos en el marco democrático. Es imprevisible determinar lo que sucederá, pero la inestabilidad podría ser la norma. También es probable que el debate parlamentario se radicalice y la campaña electoral se tense aún más.
La magnitud simbólica del fallo exhibe un dato relevante: la dimensión épica del relato no siempre encuentra eco automático en la sociedad. La reacción fue acotada. La del peronismo, aun con todos sus bemoles, era esperable. El caso dominó los espacios de todos los medios de comunicación. La burbuja de las redes sociales expresó como nunca la grieta. Pero la vida continuó. No hubo multitudes en las calles, ni un nuevo 17 de octubre. Es cierto que se registraron reducidas manifestaciones, vigilias frente al domicilio de la expresidenta condenada, algunos cortes de calles o rutas, tomas de colegios universitarios y un vil ataque a un canal de televisión. Pero fueron hechos protagonizados por una minoría intensa y fanatizada, especialmente en el Amba. Hasta el fin de semana no había ocurrido eso de que “se iba a armar”, según los cantos militantes.
Es hoy convicta por delitos vinculados con la corrupción quien gobernó al país durante dos períodos, fue vicepresidenta en otro -aunque intente borrar este último “pergamino” de su currículum- y también es titular del justicialismo. Desde sus orígenes, la narrativa simbólica del peronismo ha estado ligada a la imagen del líder en el balcón. El vínculo entre el conductor y el pueblo tiene a los balcones como escenario de un ritual de masas repetido, pese a barquinazos ideológicos, etapas de violencia, expulsiones a “imberbes”, proclamas flamígeras, momentos de gloria y episodios oscuros. Volviendo a las figuras retóricas, comparar aquellos balcones con el del lujoso departamento desde el que la expresidenta hoy se muestra bailando ante un reducido grupo de incondicionales es una hipérbole que revela el agotamiento de una narrativa. Una exageración más de una épica que, al parecer, va ingresando en su crepúsculo.