Comer con el cerebro
El acto de comer es puramente sensorial porque todos los sentidos trabajan para degustar el plato. Es importante cocinar con dedicación y amor el plato que compartiremos en familia o entre amigos, porque la mente no perdona.
Las neuronas del cerebro archivan olores, sabores y colores, como bien lo explica el psicólogo Ignacio Morgado: "El conocimiento que tenemos del mundo depende del cerebro, que filtra la información que recibe, la procesa y la hace consciente a su modo".
Por lo tanto, esos olores, sabores y colores no son más que construcciones que nuestra mente ha elaborado a partir de experiencias sensoriales. Entonces, ¿comemos más con el cerebro que con la boca? Por supuesto que sí.
El acto de comer es un acto puramente sensorial porque todos los sentidos trabajan para degustar el plato que tenemos frente. Primero, la vista. Estudios confirman que un alimento es más apetecible si está dispuesto de determinada manera y no de otra. Incluso, algunos investigadores fueron más allá y lograron demostrar que los utensilios que se emplean para presentar la comida también influyen en el modo en que percibimos aquello que comemos.
Por ejemplo, se ha demostrado que las frutillas resultan más dulces si se sirven en vajilla blanca. Segundo, el olfato. Es el más importante porque confirma lo que la vista ha percibido, discrimina (es decir, determina si un alimento es apto o no para el consumo) y otorga emociones. Tercero, el gusto, que certifica si lo que ha percibido el olfato es correcto o no.
La lengua registra cinco gustos: salado, dulce, amargo, agrio y umami (starchy, en inglés). El término umami proviene del japonés y significa "delicioso, sabroso", pero identificaría el gusto a almidón de algunas comidas.
Cuarto, el tacto, especialmente si comemos con las manos. Y quinto, el oído, que verifica lo que sucede dentro de la boca, el ruido de la masticación y deglución de los alimentos. Ahora bien, se dice que las experiencias vividas activan el cerebro para que reconozca un aroma, un sabor o un color de algo que ya comimos y disfrutamos, o no, en los peores casos.
Por ejemplo, si le exigimos a nuestro hijo que coma brócoli, cuando adulto, de seguro optará por otra verdura para acompañar un plato. Pero tomemos el caso positivo. ¿Quién no recuerda los platos que nos cocinaban nuestras abuelas? Algún sabor, algún aroma, algún color de aquellas comidas tan ricas que nos evocan momentos felices de nuestra infancia.
Nuestras abuelas se pasaban el día cocinando con amor para la reunión familiar y hacían todo casero, con sus propias manos.Sin embargo, hoy en día en día las abuelas ya no tejen ni miran la novela de la tarde. Primero, porque las novelas están cerca de la medianoche y segundo, porque las abuelas actuales aprenden inglés, hacen yoga y juegan al tenis.
Y está muy bien que así sea. Pero ¿es posible aún elaborar platos únicos que nuestro cerebro registre como tales? En definitiva, ¿es posible aún cocinar con amor para toda la familia? Es cierto que ahora el ritmo de vida es mucho más acelerado que antes y el tiempo parece correr más veloz. No obstante, los que corremos somos nosotros por las demandas que nos impone este mundo globalizado. Por eso también hay más alimentos envasados o listos para ser servidos a la mesa.
De todos modos, esto no nos impide tomarnos unos minutos para cocinar para quienes queremos. De seguro, no tendremos que desplumar un pollo ni buscar las arvejas en el huerto del jardín para preparar el almuerzo o la cena. Es probable que compremos el pollo ya desplumado y listo para el horno y abramos una lata de arvejas en menos de cinco minutos.
Y lo que a nuestras abuelas les llevaba toda una mañana o una tarde, nosotros lo resolvamos en media hora. Pero, por favor, tomémonos esos treinta minutos para cocinar con dedicación y amor el plato que compartiremos en familia o entre amigos. Porque nuestra mente no perdona.
El cerebro, al igual que una computadora, guarda ese aroma y ese sabor y lo asocia a ese instante mágico que les regalamos a otros y NOS regalamos a nosotros mismos también.
Atesoremos esas imágenes y esas sensaciones, aunque después nos resulte difícil volver a encontrar otro plato igual. Y tal vez sea por esto mismo que valga la pena ofrecer una comida única e irrepetible.