Día del Niño
Alberto, a sus 94 años, ayuda a fabricar juguetes didácticos
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Con la lucidez y el espíritu de trabajo que lo acompañaron toda su vida, Alberto Colombara pasa cada mañana en el taller de su nieto y su pareja, donde cortando telas o rellenando almohadones, se siente útil y activo. El emprendimiento familiar, El Atelier, fabrica juegos y juguetes didácticos para todo el país. La historia de un abuelo que encontró un nuevo propósito junto a la generación más joven de su familia.
Por María Laura Ferrero
La voz de Alberto Colombara se escucha firme, aunque el paso del tiempo haya marcado sus manos y su espalda. A sus 94 años, este abuelo asegura que no está dispuesto a “tirar la toalla”. “Todo sea para los nietos. Eso es lo más importante para mí… que sea para su futuro”, dice con una sonrisa cómplice, mirando de reojo a su nieto Andrés Terraf y a Paula Manías Negri, la pareja que encabeza el proyecto familiar El Atelier, en el cual se fabrican juegos y juguetes didácticos.
Cada mañana, Alberto llega puntual al galpón donde funciona el taller, con paso seguro pese a la edad. Su rutina incluye preparar la estación de trabajo, acomodar telas y empezar con las tareas asignadas. “Hay días que parece un reloj: sabe exactamente qué tiene que hacer y cómo hacerlo”, señala Paula. Para él, cada corte de tela o cada almohadón rellenado no es solo trabajo, sino un motivo de orgullo y una manera de mantenerse activo.
Durante décadas, Alberto trabajó en su propia fábrica, produciendo artículos para camping y pesca. “Fabricábamos sillas playeras, de esas que se doblan a la mitad y las mujeres se metían al agua a sentarse. También reposeras, carpas… todo lo entregaba a Daniel Aimaretti”, recuerda.
Su cuñado y su suegro, expertos en metalúrgica, fueron parte de aquel emprendimiento familiar que, como el actual, nació del trabajo conjunto. “Aprendí a medir, a pesar y a ser preciso. Todo tenía que encajar perfecto”, comenta Alberto. Su experiencia se refleja en cada movimiento: aunque hoy trabaje con telas y rellenos blandos, la disciplina de años de trabajo industrial está intacta.
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El llamado del taller
La llegada de Alberto al Atelier fue natural, aunque con un toque de humor familiar. “Medio que lo obligamos”, bromea Andrés, recordando los primeros días en que su abuelo dudaba en participar. Pero lo cierto es que Alberto ya no manejaba y pasaba mucho tiempo solo. “Estaba en su galpón, sentado en la reposera con el gato… sin hacer nada. Ahora viene todos los días, a las nueve en punto está acá”, asegura Andrés.
Con el tiempo, Alberto se convirtió en un miembro esencial del equipo, y su presencia aporta no solo experiencia, sino también un sentido de continuidad y afecto que fortalece el vínculo entre generaciones. “Es como si nos recordara que todo esfuerzo vale la pena y que cada pequeño detalle importa”, agrega Paula.
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Un atelier atravesado por abuelos
Paula Manías Negri, creadora de El Atelier, empezó el emprendimiento en 2016 con otro nombre. Una crisis laboral la llevó a rescatar la vieja máquina de coser de su abuela. “Aprendí mirándola, porque ella no sabía enseñarme”, recuerda. Primero fueron almohadillas de semillas, luego libros de tela, y finalmente juguetes y juegos didácticos que hoy se venden al por mayor en todo el país. “Lo que comenzó como algo pequeño se convirtió en una oportunidad para compartir, crear y unir a varias generaciones”, afirma.
El equipo: creatividad y precisión
La historia de Paula y Andrés también es parte de esta historia familiar. Fueron novios a los 14 años y, tras separarse, se reencontraron años después cuando Paula necesitaba una tarjeta personalizada. “Fue como si el tiempo no hubiera pasado”, recuerda Paula. Desde entonces, la pareja combina su talento en el taller: Paula diseña los productos y define la estética, mientras Andrés se encarga del diseño gráfico, la tipografía, los colores y la impresión. “Son dos piezas que encajan perfecto”, dice Paula.
En la producción, Alberto corta, rellena y pesa con precisión milimétrica. “Si le digo que son 60 gramos, pesa exacto. Ha pesado hierro toda su vida”, destaca su nieto. La atención al detalle y la disciplina de Alberto hacen que cada producto salga perfecto, y esa dedicación se refleja en la satisfacción de clientes y en la calidad artesanal del atelier.
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Crecer sin perder la esencia
El taller funciona en un galpón que antes estaba abandonado y pertenecía a la familia de Andrés, pegado a la ex fábrica familiar y a la vuelta de la casa de sus abuelos maternos. Allí se diseñan y confeccionan todos los productos, con materiales y proveedores locales. Este año fue un punto de inflexión: las ventas mayoristas crecieron y llegaron a jugueterías del sur del país. “Para el Día del Niño nos quedamos sin mercadería”, confiesa Paula.
Los productos buscan despertar y desarrollar la creatividad de los niños pero siempre desde el lado educativo. Hay juegos de formas, descubrimientos de colores, y destacan los cuentos de tela como la versión de El Principito, Los animales del Mar Argentino y otro sobre los animales de la selva. “Estos dos últimos son un homenaje a nuestros padres, que eran profesores de Biología y Geografía y siempre nos inculcaron estos conocimientos”, afirma Paula.
A pesar del crecimiento, el equipo mantiene un espíritu artesanal. Cada pieza pasa por varias manos y recibe un cuidado especial que refleja el amor por lo que hacen. “Queremos que cada juguete no solo sea divertido, sino también educativo y seguro. Esa es nuestra marca”, explica Andrés.
Más que trabajo: un lazo vital
La presencia de Alberto no es solo productiva: es afectiva. “En algún punto, lo que él hizo por nosotros, ahora lo devolvemos. Estar cerca es nuestra manera de acompañarlo”, dice Andrés, que perdió a su madre —hija única de Alberto— hace 17 años. “Cuando nació nuestra hija, fue como si le metiéramos 15 años más de vida”, agrega, recordando la emoción de ver a su abuelo interactuar con su nieta, enseñándole pequeñas tareas y contándole historias de su propia infancia. El taller se transformó en un espacio donde se combinan trabajo, aprendizaje y afecto.
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El banco de plaza y la memoria compartida
Entre las anécdotas que atraviesan la historia, hay una que simboliza la unión familiar: un viejo banco, encontrado y restaurado por la pareja, que hoy está en la entrada del taller. “Era de una vecina que lo había tirado y que nos contó que había pertenecido a un parque de diversiones que había visitado la localidad de Clusellas (Santa Fe) y que nunca más volvió. Fue parte de su infancia y ahora es parte de la nuestra”, cuenta Paula.
Ese banco se convirtió en símbolo de continuidad y memoria, un punto de encuentro donde se mezclan historias pasadas con las nuevas aventuras del taller. “Cada vez que lo vemos, recordamos que lo importante es lo que dejamos en los demás y cómo se mantiene vivo nuestro legado”, agrega Andrés.
Trabajo, compañía y futuro
Las jornadas en El Atelier tienen su propio ritmo: cada uno en su tarea, a veces en silencio, a veces compartiendo historias y mates. “Hay días que pasamos tres horas sin hablar, pero estamos juntos. Eso es lo que importa”, resume Paula.
Y Alberto, sin levantar la vista de la tela que corta, sentencia: “Mientras pueda, voy a estar acá”. Su presencia diaria es un recordatorio de que la edad no limita la pasión, la utilidad ni el afecto. Entre telas, almohadones y juguetes didácticos, se teje una historia de vida, memoria y amor familiar que continuará con la próxima generación.
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