Análisis
A la caza del consenso político
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El gobierno busca afianzar un consenso político que complemente el respaldo social obtenido en las urnas. La tarea recae ahora en el nuevo ministro del Interior, Diego Santilli, en un escenario donde los viejos liderazgos se debilitan y las alianzas resultan imprescindibles.
Por Fernando Quaglia
En la última de sus habituales visitas a Estados Unidos, el presidente Javier Milei afirmó: “Llevamos adelante un plan de estabilización exitoso con consenso social, sí, pero sin consenso político”. La frase, que pretendió ser un autoelogio, sintetiza, asimismo, el dilema que desde hace tiempo experimenta. Tiene la necesidad de transformar el apoyo ciudadano -que puede ser momentáneo y volátil- en acuerdos concretos dentro del sistema político.
Fortalecido por su triunfo electoral, el oficialismo avanza con las reformas que considera indispensables. En esa estrategia, el flamante ministro del Interior, Diego Santilli, aparece como el encargado de articular los consensos necesarios para garantizar la gobernabilidad y sostener las transformaciones.
El consenso social expresado en las urnas implica la adhesión mayoritaria a valores y creencias compartidos. Pero la democracia requiere, además, de un consenso político que traduzca esas coincidencias en concreciones efectivas. Ese ha sido, hasta ahora, el déficit de una gestión que, en ocasiones, ha oscilado entre la intransigencia ideológica y la soberbia de algunos que creían haber atado definitivamente a la vaca.
La elección parlamentaria ratificó que existe una voluntad de cambio, pero también quedó claro que ese mandato no equivale a un cheque en blanco. Muchos votantes, con matices y hasta cuestionamientos al gobierno, le dieron su apoyo porque en ellos prevaleció el temor latente de regresar a un pasado de frustraciones.
No obstante, a partir del 26 de octubre, se instalaron las condiciones para acordar. Así, la aprobación del Presupuesto, el impulso a las reformas laboral y tributaria y la del Código Penal tendrían hoy un campo propicio en el Congreso. No sería complicado reunir voluntades para tener quórum y lograr la sanción de estas iniciativas. De todos modos, se mantiene la exigencia de lograr consensos con los distintos actores políticos que hoy están dispuestos a escuchar.
Es amplio el espectro político que tendría vocación de acordar. Acompañará el PRO, más allá de que Macri se sienta desplazado por un presidente que -según cree- le debe buena parte de su triunfo y se ha visto obligado a pasar del rol de mentor al de observador. También lo que queda de la UCR puede ser aliado, aunque el histórico partido naufraga en la impotencia tanguera de haber sido y ya no ser. Y convergerían incluso sectores del peronismo tradicional y federal, anclado en las provincias.
Por su parte, el kirchnerismo vive el comienzo de una guerra que Cristina Kirchner dice querer evitar, aunque todo indica que dinamita los puentes para acelerarla. La disputa es ideológica y generacional. Una contienda política típica. Pero del pasado. En blanco y negro. En su seno ya se levantan voces que advierten que esa facción viene perdiendo su condición de alternativa y cuestionan abiertamente el liderazgo de la expresidenta condenada. Además, comenzó el histórico juicio por la causa Cuadernos que lejos está de ser un “show judicial” y la nueva conducción de una CGT solo tiene de nuevos los nombres del triunvirato, aunque evitó a los sectores más radicalizados.
En este marco, la política argentina de fin año se mueve entre la necesidad de acordar y la tentación de preservar identidades rígidas. Una realidad en la que todos los actores intentan descifrar los entresijos de una trama de cambio de época. Deberán tomar nota de que una variable permanece inmutable: la de los necesarios acuerdos políticos.
