El loco de los huesos

Un nene de tres años cayó un día a un pozo. Ahí, chapoteando en el agua con un sapo, descubrió su lugar en el mundo. Todo lo que haría desde entonces sería repetir esa experiencia, llevándola a los mayores niveles científicos, mientras sus enemigos lo tildaban de loco y lo corrían a piedrazos.
Por Manuel Montali | LVSJ
Su lugar en el mundo estaba en los pozos. Y entre los bichos. Tenía tres años cuando lo encontraron en una excavación que había hecho su padre. Nadie se explica cómo sobrevivió. Estaba chapoteando en el agua con un sapo en la mano.
Según su fe de bautismo y alguna misiva de su puño y letra, Florentino Ameghino había visto la luz en 1853 en Moneglia, Italia. Aunque vivió en Argentina desde muy pequeño y sostenía haber nacido un 18 de septiembre de 1854 en Luján.
Si hablamos de pozos y bichos, desde un siglo antes de su nacimiento -cuando los campos por los que luego andaría todavía producían para la corona española- habían empezado a aparecer restos fósiles: gliptodontes, mastodontes. En la década de 1780, un monje dominico había encontrado, cerca del río Luján, los restos de un megaterio, que luego envió de regalo al rey Carlos III. Encantado, el monarca le exigió al virrey Loreto, a lo Susana Giménez, que le mandaran un ejemplar vivo... Para exculpar a don Carlos, eran tiempos donde el conocimiento paleontológico no abundaba, y todavía se pensaba que algunos de los dientes enormes que surgían de la tierra podrían haber pertenecido a gigantes como el Goliat bíblico.
Florentino, con su hermano menor Carlos, empezaron a llenar de agujeros el suelo de Luján. Tuvieron la fortuna de que estaban justo en una de las zonas más ricas para el hallazgo de fósiles. Y los hermanos iban con pedazos de huesos de acá para allá, despertando las sospechas y el temor de los pobladores de la zona. Se sabe que, ante lo desconocido, el hombre reacciona generalmente de dos maneras: con la burla o el ataque. El buen Florentino tuvo que pelear contra ambas. Le decían "El loco de los huesos". No lo mató el pozo con agua, y tampoco el río, cuando se tuvo que tirar en cierta ocasión para escapar de uno de sus perseguidores.
Cuando se mudaron a La Plata, siguió esquivando piedrazos. Él continuó igual, haciendo pozos, juntando huesos. Tal era el cariño hacia sus hallazgos que llegó a llevarse a su casa un cráneo de toxodón. El mejor lugar para ubicarlo era su cama, así que durmió en el suelo.
Como la salud comenzó a pesarle, Carlos asumió la tarea pesada pero excitante de las excavaciones y descubrimientos, principalmente en la Patagonia, y Florentino se hizo cargo de la clasificación. Juntos conformaron uno de los equipos paleontológicos y arqueológicos más importantes de nuestra historia. Armaron el principal muestrario de fósiles del país, incluyendo restos de un centenar de especies desconocidas. Hasta entonces, la evidencia indicaba que los caballos habían llegado con los barcos españoles. Pero los Ameghino identificaron restos de una raza equina extinta en la llanura pampeana. Además de los huesos, hallaron miles de utensilios trabajados en piedra. Por ello, la gran obsesión de los hermanos era probar que el hombre había habitado ese continente desde el Terciario, anticipándose a los restos cuaternarios del viejo mundo. Este tipo de cruzadas, de gente formada en la tierra, lejos de las universidades, seguían causándoles varios problemas. Ya no les tiraban con piedras, o al menos sus perseguidores se habían vuelto más sofisticados, como Germán Burmeister, la referencia para los paleontólogos en Argentina, que se veía desafiado por Florentino y lo tildaba de "aficionado pretencioso".
Lejos del bronce, Florentino subsistía con lo puesto, de la docencia en Mercedes y desde su humilde "Librería de Glyptodón", que vendía útiles escolares y libros, ofreciendo también algún que otro texto de propia autoría. Ya casado con la francesa Leontina Poirier, con la que había vuelto en 1881 luego de una gira por congresos de Europa, le surgió la oportunidad de asumir una cátedra de Zoología en Córdoba. El matrimonio se mudó a la capital mediterránea y fundó de paso un museo allí. Luego fue subdirector del Museo de La Plata y ya desde 1902 hasta su muerte en 1911 estuvo al frente del Museo de Luján, aportando en cada caso varias piezas de su colección.
No pudo probar que el hombre americano fuera anterior al europeo. Pero sí se validó su hipótesis de que los primeros seres humanos de América habían coexistido con la megafauna extinta. Además, en 1907 anticipó que se encontrarían restos humanoides en África, en las capas terciarias del Oligoceno. Para envidia de Nostradamus, esta profecía demoró apenas tres años en cumplirse. La Sociedad Científica Argentina, tarde pero a tiempo de hacerlo con él en vida, había dejado de combatirlo, para nombrarlo miembro honorario. Los elogios que le prodigaban personalidades como los presidentes Bartolomé Mitre, Domingo Sarmiento y los escritores Leopoldo Lugones y José Ingenieros deben haber hecho un viñedo de ira del bueno de Burmeister.
Florentino no aceptó que le mutilaran una pierna con gangrena y murió por complicaciones de diabetes. Dejó una barbaridad de 186 obras, con catálogos y atlas, y un legado que como buen profeta fue mucho mejor apreciado al trascender fronteras internacionales. Cavando, y chapoteando con los bichos, llegó al otro lado, dándole la vuelta al mundo.