La niña que rompió los marcadores
En apenas unos segundos, con una secuencia maravillosa que sintetiza los rigores del entrenamiento y la armonía del baile, una niña de 14 años destrozó la historia y los marcadores diseñados para registrarla, obteniendo una ristra de medallas… y muñecas.
Por Manuel Montali
Tenía 14 años cuando voló.
La secuencia dura apenas unos segundos. Atrás quedan los auspiciosos antecedentes con los que llegaba, las expectativas altas. La niña se para frente al público, extiende los brazos. Está vestida de blanco. En la espalda luce el número 73. Toma aire. Mira al vacío, concentrada. Inicia una carrera veloz, de unos pocos pasos, y salta. Adelante está la perfección.
Son los Juegos Olímpicos de 1976 en Montreal, Canadá.
La primera especialidad es la de barras asimétricas. La niña combina movimientos entre una y otra como parte de un engranaje, una máquina articulándose con todos sus desplazamientos calculados al milímetro. Ella es parte de las barras. Nada se sale de su lugar. Se dobla, conecta, gira, pro sin perder nunca la armonía. Lugo de unas secuencias vertiginosas, toma impulso desde la barra superior, conecta con la inferior, gira sobre sí misma, se eleva extendiendo los brazos y cae de pie. No le tiembla ni un cabello del flequillo preadolescente.
El público, 18.000 personas, estalla en una ovación. Cualquiera sea el relato que se oiga, en cualquier idioma, las expresiones son similares: un eufórico “ohhhh”.
La rumana Nadia Comaneci, la niña prodigio de la tierra de los vampiros, saluda hacia cada sector de gradas, baja las escaleras y espera la decisión del jurado.
En la pantalla aparece entonces el score. 1.00. ¿Qué? Un 1 significa lo mismo acá, en Montreal y la China. Un desastre. ¿Qué había pasado? Sucede que el tablero Omega no permitía más que 9.50, porque total a los fabricantes se les había asegurado que el 10 era imposible. Los jueces no encontraron otra manera de asignar el máximo score. Literal: no había tablero que lograra dimensionar lo que había hecho esa niña. Y los críticos tuvieron que apelar a conceptos como la dificultad biomecánica para tratar de explicar esa maravilla.
Perfección e historia viva. Por primera vez, en los juegos olímpicos modernos, una atleta logra la puntuación máxima en gimnasia artística. Hacerlo una vez es una proeza, sin dudas. ¿Qué calificativo hay para quien lo hace siete veces seguidas?
Porque Nadia, luego, compitió en la barra de equilibrio. Repitió la perfección, la belleza armónica de un baile absolutamente cronometrado. Siempre en Montreal, volvió a la barra asimétrica, una, dos veces, en distintas instancias competitivas individuales y por equipo, cada vez más audaz. Otro diez. Y otro diez. Regresó a la barra horizontal. Otro diez. Volvió a las asimétricas. Otro diez. Nuevamente barra horizontal. Otro diez. Si el siete es perfección, el número telefónico de la divinidad, ¿qué le queda a siete veces diez?, ¿quién atiende del otro lado?
El público de Montreal no da crédito al mito viviente de esa chica que flota como la excepción a la regla, a la de gravedad. Cuando cae, jamás trastabilla ni un mínimo milímetro. Contorsiona músculos que pocos sabían que existían. Con cada diez se la ve feliz pero nunca exultante. Para ella, barrilete cósmico, lo imposible es natural. Juega con esos artefactos de gimnasia profesional como lo que es: una niña.
Se requiere de una cámara lenta para apreciar al detalle los movimientos completos, los trucos, los momentos en que su cuerpo queda suspendido en el aire. Lo difícil, las pruebas para las que los gimnastas practican años, parecen un ensayo en ella.
Su cosecha en 1976 es de tres medallas de oro, una de plata, dos de bronce... que en conjunto pesan más que ella. Seguirá algunos años más en competición y sumará otra lista de proezas en campeonatos europeos y mundiales, hasta 1984.
Fue la chica y mujer de las cosas imposibles. Esta columna, como los marcadores de los juegos de Montreal, no alcanza para contar la novela de escape que protagonizó hacia Hungría (cruzando bosques helados de noche) para huir del acoso moral y sexual del régimen de la familia Ceaușescu en Rumania, que la tenía como heroína. Como no alcanzan a contarse las muñecas que su entrenador desde los 6 años, Béla Károlyi, le regalaba cada vez que tenía una actuación perfecta. Por ahí se lee que fueron 200. Quién sabe. A la edad en que rompió los marcadores, quizá, eran más importantes que las medallas.