El titiritero que dio la vuelta al mundo
Hubo una vez un hombre que giró la cabeza y vio la proyección de su sombra, como primer títere de esta historia. Hubo una vez un hombre que no sabía dónde terminaba su mano y dónde nacía el títere, cuándo estaba despierto y cuándo empezaba el sueño.
Por Manuel Montali | LVSJ
Javier un día echó a andar.
Iba en carreta. En "La Andariega".
Llevaba muchas cosas, la mayoría en la cabeza.
Llevaba los cuentos de "Las mil y una noches" que le leía su mamá de niño.
Llevaba las canciones de Rosa, mujer española que trabajaba en su casa.
No iba solo. Ya lo acompañaba su amigo inseparable, el melenudo Maese Trotamundos, entre otros. Eran los personajes que había inventado con sus hermanos Clotilde y Oscar, cuando en las tardes de Almagro, después de ver las marionetas del zoológico, ponían una sábana sobre una silla y jugaban a los títeres, con medias en las manos.
Javier había nacido en 1909, un 24 de junio, día de San Juan, día de Brujas (¿y de brujos?).
Su primera función de títeres, al público, la hizo siendo un veinteañero, en un baldío de Belgrano. Allí se escuchó por primera vez la luego famosa introducción de Maese Trotamundos: "¡Público! ¡Respetable público!". Podría decirse que fue la primera parada de un viaje que le llevaría toda la vida y miles de lugares.
Era un Quijote pacífico, un trotamundos con el brazo terminado en lanza parlante.
Creó libros con cuentos, poemas y también canciones. Inquieto y sentimental, fue padre de muchos hijos, pero sobre todo de muchos títeres. Y escuchó, lo que contaba y cantaba la gente, el rumor de las tierras por las que pasaba. Javier iba con los ojos y los oídos siempre bien abiertos.
"Hay que tener mucho cuidado cuando se cierran los ojos y sobre todo de noche", dice en un poema. Javier sabía de lo que hablaba. Él lo había hecho de chico. Y había soñado mucho. Ahora no le alcanzaban los días para terminar de crear lo que había soñado.
Multipremiado, reconocido y querido. Había sido incluso becado para que sus títeres se asomaran a todos los rincones del país. "Su patria es el mundo", cantó Serrat sobre este oficio. Y así era, en todos lados tenía un retablo.
Se exilió en Venezuela con la primera censura de la Revolución Argentina. Pero hacía rato que su obra no conocía ni reconocía fronteras. El de los títeres es un idioma universal que él había aprendido a hablar como los mejores. Casi ni hacía falta que lo tradujeran a numerosos idiomas, como sucedió. De la mano (literal) de don Maese Trotamundos, Javier llegó desde América hasta la China.
Lo escucharon, admiraron y disfrutaron miles de niños, padres, colegas artistas y hasta el rey de España.
Su vida fue para su obra. Vivió en su obra.
Fue fiel a su convicción de que el títere surge con el hombre, en el momento en que gira la cabeza y alcanza a ver su sombra, que nace con él, vive con él, lo acompañará, y seguirá caminando un poco más lejos, el día que el hombre cierre los ojos para siempre.
Escribió un cuento sobre un viejo titiritero que se encuentra con la Muerte cuando va a hacer una función. Bajo la voz de un títere que llevaba en el bolsillo, el anciano le pide a la muerte que lo espere un momento. Entonces el titiritero cruza la calle y llama por teléfono para disculparse porque no iba a llegar a hacer su función del día. Después, vuelve adonde lo espera la vieja cosechera.
Villafañe fue su obra. No se sabía dónde terminaba la mano y dónde empezaba el títere. Como tampoco supo nunca dónde empezaba el mundo. ""Hay que tener mucho cuidado cuando se cierran los ojos", dijo, pero no estaba seguro de cuándo estaba despierto y cuándo soñaba. Por eso, aunque un día de 1996, a los 86, bajó el telón, sus personajes siguen caminando un poco más lejos, recorriendo el mundo.