El hombre sin modales, el enigma de su tiempo
Un joven aparece trastabillando en las calles de Alemania, en 1828. No sabe hablar, no conoce la civilización. Parece haber sido criado en completo encierro. Gana fama rápida como el “huérfano de Europa” y como pieza de museo. Los rumores lo ubican como el heredero legítimo de una poderosísima casa real. Otros, los descreídos que nunca faltan, no dudan de que es un habilísimo farsante.
Por Manuel Montali | LVSJ
Apareció de la nada en 1828 en Núremberg, Alemania.
De la nada venía y hacia la nada iba (como vamos todos, es cierto, pero con la diferencia de que la mayoría suele tener algo, llámese esperanza, ambición o deseo en una meta o el camino en sí).
El caso de él era totalmente diferente. No llevaba mucho más que dos cartas. Una supuestamente de la madre, fechando su nacimiento en 1812, y la otra de su último tutor, pidiendo que otra persona se hiciera cargo del joven o que lo ahorcaran. Pero ambas parecían escritas por el mismo puño. El muchacho sabía garabatear su nombre: Kaspar Hauser. Y repetía algunas frases escuetas sobre su deseo de ser soldado de caballería como su padre.
Por su apellido podría pensarse que era de todos, o de nadie (no muy diferente a un perro callejero, a lo que, de hecho, por su ausencia de modales, se asemejaba, en virtudes y defectos).
Fue derivado a las autoridades. Era eso o una iglesia (no hay muchos otros destinos para las apariciones y los locos).
Entre muchas otras cosas (o carencia de cosas), sorprendían sus pies, pies de hobbit (aunque todavía no habían llegado a la literatura), como si toda su vida hubiera andado descalzo, a lo eterno caminante Álvar Núñez Cabeza de Vaca.
Era un Tarzán adolescente. Pero con rastros de civilización: lo habían vacunado. Según otras versiones, llevaba un tercer sobre con polvo de oro.
Medía 1,45 cm.
Parecía criado en palacios, pero como un animal, un animal apaleado. Se sentía cómodo quedándose en un rincón, por horas. Luego se supo o se concluyó que así había crecido: encadenado a un rincón, atajando pedazos de pan y jugando con caballos de madera.
Por eso, cualquier animal -un perro, un gato, un pájaro- lo llamaba caballo. Y todo lo veía como si fuera la primera vez que abría los ojos al mundo. Y él, a medida que aprendía a comunicarse mejor, juraba que así era.
Resultaba atractivo entonces, como una suerte de lupa sobre la propia civilización. Porque a Kaspar tanto podían asombrar las estrellas como los extraños rituales humanos. Un coro cantando a gritos en una iglesia, para él, era motivo de terror. Tenía los sentidos híper desarrollados (la nieve lo “mordía” y le dolían los rayos en las tormentas).
Fue siempre un misterio. Recluido bajo la tutela de un educador, lejos de las miradas indiscretas que se morían de curiosidad por saber quién era, se tejieron mil anécdotas sobre él. En un par de susurros, podía pasar de heredero no deseado al ducado de Baden a hijo ilegítimo del mismísimo Napoleón (recordemos el detalle de su estatura...).
Fue una rareza de museo en el continente de los museos. Hoy se diría que era un extraterrestre.
Sus dibujos ganaron fama. Y así pasaba su tiempo, bajo un u otro tutor que se interesaba por él e intentaba confirmar su origen y convertirlo en buen cristiano. Hasta que un desconocido intentó acuchillarlo por primera vez.
Para finales de 1831 fue derivado a Ansbach, bajo tutela de un educador que descreía bastante de la historia del “huérfano de Europa”. Allí terminó desempeñando un rol menor en una oficina legal, hasta que en diciembre de 1933 regresó de un paseo por el parque con una puñalada en el pecho. Dio pistas de su agresor y las autoridades encontraron una nota en donde alguien se hacía cargo del ataque. La nota era tan confusa como las que Kaspar llevaba el día de su aparición. El muchacho falleció a los tres días y nunca se halló al culpable, por lo que no se descarta que esa herida, como la primera, hubiera sido autoinfligida.
No son pocos los que pensaron, y piensan, que Kaspar no era más que un hábil farsante, vago y bueno para nada.
Si bien un estudio de 1996 lo descartó, otra prueba de ADN, en 2002, confirmaría los lazos de Kaspar con la familia real de Baden, o al menos concluiría que no se podían descartar.
Hoy, distintos experimentos y síndromes llevan su nombre. Su tumba dice: “Aquí yace Kaspar Hauser. Enigma de su tiempo”.
Para la familia Baden, el epitafio es adecuado y suficiente, y ya no quieren saber más nada con exhumaciones y nuevas pruebas de ADN.
De la nada venía y hacia la nada iba (como vamos todos, es cierto, pero con la diferencia de que la mayoría suele tener algo, llámese esperanza, ambición o deseo en una meta o el camino en sí).
El caso de él era totalmente diferente. No llevaba mucho más que dos cartas. Una supuestamente de la madre, fechando su nacimiento en 1812, y la otra de su último tutor, pidiendo que otra persona se hiciera cargo del joven o que lo ahorcaran. Pero ambas parecían escritas por el mismo puño. El muchacho sabía garabatear su nombre: Kaspar Hauser. Y repetía algunas frases escuetas sobre su deseo de ser soldado de caballería como su padre.
Por su apellido podría pensarse que era de todos, o de nadie (no muy diferente a un perro callejero, a lo que, de hecho, por su ausencia de modales, se asemejaba, en virtudes y defectos).
Fue derivado a las autoridades. Era eso o una iglesia (no hay muchos otros destinos para las apariciones y los locos).
Entre muchas otras cosas (o carencia de cosas), sorprendían sus pies, pies de hobbit (aunque todavía no habían llegado a la literatura), como si toda su vida hubiera andado descalzo, a lo eterno caminante Álvar Núñez Cabeza de Vaca.
Era un Tarzán adolescente. Pero con rastros de civilización: lo habían vacunado. Según otras versiones, llevaba un tercer sobre con polvo de oro.
Medía 1,45 cm.
Parecía criado en palacios, pero como un animal, un animal apaleado. Se sentía cómodo quedándose en un rincón, por horas. Luego se supo o se concluyó que así había crecido: encadenado a un rincón, atajando pedazos de pan y jugando con caballos de madera.
Por eso, cualquier animal -un perro, un gato, un pájaro- lo llamaba caballo. Y todo lo veía como si fuera la primera vez que abría los ojos al mundo. Y él, a medida que aprendía a comunicarse mejor, juraba que así era.
Resultaba atractivo entonces, como una suerte de lupa sobre la propia civilización. Porque a Kaspar tanto podían asombrar las estrellas como los extraños rituales humanos. Un coro cantando a gritos en una iglesia, para él, era motivo de terror. Tenía los sentidos híper desarrollados (la nieve lo “mordía” y le dolían los rayos en las tormentas).
Fue siempre un misterio. Recluido bajo la tutela de un educador, lejos de las miradas indiscretas que se morían de curiosidad por saber quién era, se tejieron mil anécdotas sobre él. En un par de susurros, podía pasar de heredero no deseado al ducado de Baden a hijo ilegítimo del mismísimo Napoleón (recordemos el detalle de su estatura...).
Fue una rareza de museo en el continente de los museos. Hoy se diría que era un extraterrestre.
Sus dibujos ganaron fama. Y así pasaba su tiempo, bajo un u otro tutor que se interesaba por él e intentaba confirmar su origen y convertirlo en buen cristiano. Hasta que un desconocido intentó acuchillarlo por primera vez.
Para finales de 1831 fue derivado a Ansbach, bajo tutela de un educador que descreía bastante de la historia del “huérfano de Europa”. Allí terminó desempeñando un rol menor en una oficina legal, hasta que en diciembre de 1933 regresó de un paseo por el parque con una puñalada en el pecho. Dio pistas de su agresor y las autoridades encontraron una nota en donde alguien se hacía cargo del ataque. La nota era tan confusa como las que Kaspar llevaba el día de su aparición. El muchacho falleció a los tres días y nunca se halló al culpable, por lo que no se descarta que esa herida, como la primera, hubiera sido autoinfligida.
No son pocos los que pensaron, y piensan, que Kaspar no era más que un hábil farsante, vago y bueno para nada.
Si bien un estudio de 1996 lo descartó, otra prueba de ADN, en 2002, confirmaría los lazos de Kaspar con la familia real de Baden, o al menos concluiría que no se podían descartar.
Hoy, distintos experimentos y síndromes llevan su nombre. Su tumba dice: “Aquí yace Kaspar Hauser. Enigma de su tiempo”.
Para la familia Baden, el epitafio es adecuado y suficiente, y ya no quieren saber más nada con exhumaciones y nuevas pruebas de ADN.