Opinión
La política del “vaffanculo”
El último discurso de Javier Milei, cargado de insultos y provocaciones, consolida una manera de comunicación política: la degradación del debate público a fuerza de eslóganes, agresiones e insultos, aprovechando el descrédito de la dirigencia y el hartazgo de la gente. Lejos de ser un fenómeno aislado, este estilo tiene antecedentes en la política argentina y mundial. Pero responde a una lógica discursiva que empobrece el debate democrático
Por Fernando Quaglia
La política argentina ha entrado en la fase más tensa del calendario electoral. Más precisamente, de las campañas electorales, porque en cada distrito se juegan batallas diferentes, con estrategias y alianzas que no siempre coinciden con las de otras provincias.
No obstante, los objetivos generales parecen estar más claros. Por un lado, la necesidad del gobierno de sumar más bancas oficialistas en el Congreso Nacional, aunque haya discrepancias en torno a las estrategias sobre alianzas o acuerdos electorales con fuerzas afines en cada provincia. Por el otro, la oposición intenta consolidar liderazgos, una carrera que no está exenta de tensiones internas que podrían terminar en fracturas. Un ejemplo: el modo en que se resuelva la disputa entre el peronismo y el kirchnerismo en la provincia de Buenos Aires podría ser decisivo para el futuro electoral del principal frente opositor.
Como es dable suponer, la comunicación política explora, a cada momento, las mejores estrategias para llegar al electorado. En este marco, resulta imposible soslayar la disruptiva revolución tecnológica en el mundo de la información en la que las redes sociales están dando forma a una realidad nueva, marcada por discursos disruptivos, a menudo falsos y cargados de agresividad e insultos.
Por cierto, aunque Cristina Kirchner utilizó este estilo provocador con sus largas peroratas cargadas de ironías y acusaciones ante aplaudidores complacientes, el emblema actual de lo que algunos llaman “política standup” es el presidente Javier Milei. Su reciente intervención en una feria de inversiones y finanzas lo dejó en claro: su apuesta electoral es volver a su raíz de outsider, apelando al insulto, al sarcasmo, a las acusaciones sin pruebas y a referencias escatológicas, ante un público que celebró con aplausos y carcajadas. Durante esa presentación no faltaron términos como “ensobrados”, “sindigarcas”, “ñoños republicanos”, “ridículos”, y otras expresiones insultantes, e incluso se dio el lujo de recomendar una crema para la piel a los que despectivamente llama “mandriles”.
La estrategia fue descripta en un artículo periodístico publicado en un diario porteño. Allí, Carlos Álvarez Teijeiro, profesor de ética de la comunicación en la Universidad Austral, sostiene: “La profesión de político ha quedado reducida a la profusión de casi todo lo compatible con esa nueva lógica discursiva, es decir, los lugares comunes vacíos de significado, las bromas fáciles -casi siempre de escaso gusto e inteligencia y final esperado-, las terminologías incompresibles (e interminables) y también los agravios e insultos, cuando no las amenazas, cada vez menos veladas, cada vez más atrevidas y atemorizantes”.
Este fenómeno no es exclusivo de la Argentina. En Italia, el comediante Beppe Grillo fundó el Movimiento 5 Estrellas, que incluso llegó al poder con Giuseppe Conte como primer ministro. En Los ingenieros del caos, el ensayista Giuliano da Empoli describe cómo Grillo, explotando su popularidad y el poder de las redes sociales, logró convocar multitudes con un mensaje simple: las soluciones eran obvias, si no fuera porque el país estaba en manos de una casta política corrupta que sólo buscaba su propio beneficio. Como símbolo de su rebeldía, Grillo organizó el “Vaffanculo Day” —el “Día del váyanse a la mierda”—, una expresión simbólica y descarnada del hartazgo ciudadano.
Esta “stand-up politik”, que combina grosería con indignación popular, ha encontrado terreno fértil en diversos países. Y en el nuestro también. Milei encarna hoy esa corriente, pero no llegó solo ni de la nada. La crisis de credibilidad de la dirigencia política, sindical y empresarial, atrapada en sus fracasos reiterados y su soberbia, allanó el camino.
El peligro, advierte el citado Álvarez Teijeiro, es que esta política del “vaffanculo” tiene graves consecuencias para la salud democrática: empobrece el debate público, reemplaza el pensamiento por la verborragia, convierte la palabra en eslogan y fabrica enemigos imaginarios en un escenario que debería ser de diálogo y encuentro.