Pedro Monje, un excarcelero que dio testimonio de su experiencia en la cárcel
Hoy junta cartones, limpia lotes, entre otras changas. Atrás quedaron aquellos días como guardiacárcel, que él, precisamente, no recuerda de buena manera. "En el último tiempo me quería ir, no aguantaba más".
Pedro Raúl Monje tiene 66 años. Hoy junta cartones, limpia lotes, entre otras changas, "siempre honradamente", dice. Lejos quedaron aquellos días como guardiacárcel, que él, precisamente, no recuerda de buena manera. "En el último tiempo me quería ir, no aguantaba más".
El 'Negro', como le dicen, es oriundo de La Para. Sus primeros años de juventud los pasó en la Marina, en el '71 tuvo la oportunidad de viajar a España, "en un crucero gemelo del General Belgrano". Del viejo continente no volvería solo, sino con su mujer, María Isabel, y una hija, Mónica.
Ya de regreso pediría la baja como militar porque no le asignaron un lugar en Santa Cruz con la familia. Pretendían enviarlo a Ushuaia, solo. Pedro no quiso dejar sola a su mujer en Buenos Aires (lugar donde vivía entonces), y dijo adiós.
Y vino a San Francisco, "había trabajo en la construcción, se estaba haciendo el edificio del Banco Córdoba (entre otros)", recuerda Pedro. En esos días, con su familia, vivían "en una especie de conventillo", por calle San Juan, llamado Cosmo. "¡Era un desastre! Yo trabajaba como guardia de seguridad por la noche, y de día no se podía dormir, robaban ropa y hasta la carne de la olla (debido a que la cocina era compartida)".
Tras un fallido intento de ingresar a trabajar en la Policía, Pedro presenta los papeles para ingresar como guardiacárcel, que en ese entonces el edificio estaba por calle Paraguay. "Mi mujer me avisa un día que habían llamado de la cárcel, tenía que ir a hacerme unos estudios y ahí nomás entré. En ese tiempo (año '78) se estaba haciendo la cárcel nueva. Ahí íbamos todos los días con los presos, ellos hacían tareas. Gente buena, porque no todos los malos están en la cárcel eh, hay inocentes también. A algunos había que decirles 'che, pará un poco', porque no dejaban de laburar", sostiene Pedro.
Mate de por medio,
Pedro y su esposa rememoraron juntos la antigua profesión de Monje
Una cárcel, no un convento
Cuando al fin llegó el momento de trasladarse a la cárcel actual, el ahora ex carcelero lo dice: "Nos quedaba grande, seis pabellones, tres de ambos lados. Eran épocas tranquilas, capaz que el preso veía la puerta abierta y no se iba. La cosa se empezó a poner más jodida cuando empezaron a venir presos de Córdoba, en los ´80. De allá pedían el traslado, decían que la cárcel de acá era para monjas. Con ellos la cárcel tomó olor a cárcel. Se hacían huelgas de hambre, algunos se cortaban, había peleas, aprietes, intentos de fuga, líderes de pabellones. Hubo uno que se roció con querosén y se quiso prender fuego, otro mató a uno con una madera en el pabellón 3, le decían el Barullo", indica.
Pedro recuerda a Elvio Quinteros, uno de los presidiarios que llegaron de Córdoba. "Aparentemente a Quinteros lo querían matar allá, era en un tipo que se peleaba con todos. Una tarde se enojó conmigo porque lo mandé a limpiar. Comuniqué a la guardia, vino un oficial de servicio, uno de Villa del Rosario, que le dio un directo y se acabó el enojo. Los que vinieron con Quinteros de Córdoba no querían tenerlo cerca, entonces lo pusieron en una celda de aislamiento. Me acuerdo que un celador fue a llevarle el desayuno y lo vio tirado con un charco rojo alrededor, se cortó las muñecas con el filtro de un cigarrillo, lo quemó y lo apretó hasta que se hizo como una gilette. El oficial creyó que estaba muerto, pero Quinteros había tirado el tarro de orín de la celda sobre la sangre que le salió y pareció que se había desangrado".
"Un pastor lo fue poniendo en su lugar -prosigue-, lo acercó a la biblia. Cambió mucho. La noche que se fue en libertad, a la medianoche, entonces todavía se iban a esa hora. El pastor fue a buscarlo a la cárcel, a las 2 (AM) tenía colectivo para Córdoba. Le dieron algo de plata, a mí me pidió perdón, yo le dije que tratara de no caer más en esto, que es un camino perdido. Cuando llegó a Córdoba lo estaban esperando. Lo mataron a dos cuadras de la terminal".
Sobre los intentos de fuga, Pedro aduce que hubo tres y rememora uno. "Se da aviso que faltaban presos. Llevo un arma y salgo al patio, veo una sombra, subo al techo y me encuentro con tres. Les doy la voz de alto y no me obedecieron, saqué la pistola y aprieto el tetón. Obvio que no tenía la bala en la recamara, quise asustarlos. Percuto, cargó de vuelta y apareció otro oficial. Al rato vino la brigada de la policía a cargo del sargento Torres".
La Guerra de Malvinas, un antes y un después
Pedro señala un episodio que cambió su entorno de trabajo. Cuando comenzó la Guerra de Malvinas se anotó como voluntario. "En la penitenciaría se enteran y me mandan a llamar. El subjefe, me dice, 'vos sos o te haces, ¿vos te ofertaste de voluntario a Malvinas?' Sí, le dije. 'Te vamos a aplicar una sanción por no haber consultado con tus superiores'". Monje respondió que era su derecho como patriota. 'Pero vos te tomás atribuciones que no te correspondan, se te va a aplicar una sanción ejemplar', le dijeron.
Le aplicaron 90 días de arresto, "me largaban cada quince días, con visitas higiénicas. Cuando eso pasó, el director, que no me había dicho nada de la sanción, me llama y me pide que le lleve tres presos. Yo cumplo la orden, se los llevo y vi que se arremangaba. Los cagó a trompadas, yo quedé paralizado, cuando él volvió en sí me vio y me dijo 'dale, seguí vos'. Yo le dije que no y me retiré. Eran pibes mansos, con los bravos no se metía, al contrario".
Una serie de desencuentros que se sucedieron con el director dejaron en rojo la foja de servicio de Pedro. "Ese tipo vino a limpiarse acá, vino muy sucio de Córdoba, tenía arreglos con algunos presos. La droga iba y venía, era un caminito de hormigas. Nadie revisaba nada. Los superiores cada vez que había una sublevación se iban a tomar una ginebra al bar de la ruta", manifiesta.
El desgaste quedó con los años. A Monje lo ponían preso hasta por no comer un asado con los directivos. "En esa época para que los milicos, como les digo yo, te ascendieran, la mujer de los carceleros tenían que ser amables. Ustedes se imaginan lo que significa. Yo nunca me expuse a eso. Él venía loco la mayoría de los días, ya no era vida, lo arrestaban y yo tenía que salir corriendo hacia la cárcel y dejar a los chicos", comenta su mujer.
Esta situación llevó a Pedro a pedir el retiro voluntario en el '93, sin embargo, el final no sería el esperado. "Pedí el retiro porque se podía con quince años de servicio. Me llegaron los papeles y los firmé, pero como no fui a Córdoba a hacer el seguimiento enviaron primero papeles de una cesantía. Cambiaron fechas y lo que me tramitaron fue la baja. Ningún abogado quiso hacerse cargo, no se querían meter con la Provincia. Nunca cobré nada por los diecisiete años de laburo".
Hoy la vida de Pedro es distinta, se gana la vida con changas. "Saco plantas, limpio lotes, junto cartones, lo que no es mío lo dejo y si no busco al dueño. Estoy más tranquilo, no me arrepiento de lo que hice".