Lionel Messi versus los contrafácticos
Los contra tienen que asumir la triste realidad de que se perdieron muchos años de magia, criticando e insultando a nuestro mayor abanderado. Porque Lionel ya era el mejor desde mucho antes de Qatar", escribe Manuel Montali en su columna.
Por Manuel Montali | LVSJ
"El que no me quiere me va a tener que seguir aguantando", decía el muchacho, terco, enojado. E insistía: "Yo quiero ganar algo con la selección".
Era 2019. Venía de renunciar en 2016, después de tres finales perdidas al hilo (a la que se sumaba otra de 2007) y de varios porrazos mundiales, entre ellos el más reciente, de 2018. Pero se había arrepentido. Quería seguir intentándolo. Había una Copa América en el horizonte, en Brasil. A la postre, sería otro mazazo, justo contra el anfitrión, el clásico... aunque con algunos síntomas positivos: grupo nuevo, muchas ganas, garra.
Lionel Messi vivía en contrafácticos. Qué hubiera pasado si... Por ejemplo, si entraba su zurdazo cruzado contra Alemania, en la final del Maracaná 2014. Triunfo y Copa del Mundo. La gloria eterna. O si no malograba su tiro desde los 11 pasos en la segunda definición contra Chile, en 2016. O si convertía el penal contra Islandia en Rusia 2018... Cualquiera de esos cambios le hubiera bastado para que su suerte esquiva con la albiceleste fuera otra. Para dejar de levantarse cada día rogando que todo fuera una pesadilla, rogando que la volea de Mario Götze en Brasil nunca hubiera ocurrido, que Chile jamás les hubiera ganado.
Contrafácticos puros. En otra dimensión, él ya era campeón con el seleccionado mayor y la carga de perder finales había desaparecido para siempre. Su público, el argentino, lo amaba como los hinchas de Barcelona y coreaba su nombre con el mismo gesto de alabanza que se cansaba de recibir en España.
Pero acá, en su realidad, seguía rogando: que sea una pesadilla, que sea una pesadilla. Cerraba los ojos mientras aguantaba palos de todos lados, injustos y dolorosos: que no sentía la camiseta, que no era líder... que no era Diego Maradona, ni más ni menos. Desde joven lo comparaban con el dios de Fiorito. Lo que al principio era un halago, muy pronto se había convertido en una carga, en una sombra, en una obligación: todos los partidos tenía que agarrar la pelota en mitad de la cancha y hacer el gol contra los ingleses en 1986. Y ganar la Copa del Mundo, como si fuera tan fácil. Si no, no servía. Tenía varios balones de oro. Jugaba en la cúspide de la élite desde hacía más de una década. Era el mejor representante mundial del deporte argentino. Pero no alcanzaba.
Esa pesadilla se empezó a terminar en el Maracaná, en 2021. Copa América, definición frente a Brasil. Una caricia al alma. Como la Finalísima luego ante Italia. Y de la pesadilla al sueño mayor, la Copa del Mundo. Argentina se impuso ante Francia. Todas las heridas se cerraron con el amor del mundo. Si hasta desde Brasil, y Alemania, como el mismo Götze, ¡Götze!, celebraron la consagración de Messi. No tanto Argentina como Messi.
Los contra tienen que asumir la triste realidad de que se perdieron muchos años de magia, criticando e insultando a nuestro mayor abanderado. Porque Lionel ya era el mejor desde mucho antes de Qatar. Los vemos haciendo piruetas maravillosas para tratar de justificar el odio vertido en el pasado, y subirse a esta caravana hermosa que se ha dado en llamar "Scaloneta".
Lionel, el capitán, ahora vive entre otros contrafácticos. Después de años y años de rogar que todo fuese una pesadilla, lo que hace, y lo que hacemos, desde el domingo pasado, es rogar que el "Dibu" Martínez siga sacando su pierna para atajar esa pelota increíble de la última jugada. Que los penales argentinos sigan entrando. Que sigamos siendo campeones mundiales. ¿Que todo lo pasado fuese una pesadilla? No. Mejor aún: que esta felicidad no sea un sueño.