El terremoto, con ojos sanfrancisqueños
El periodista Gerardo Moyano estuvo en el DF el día del trágico sismo que provocó cientos de muertos y nos relata cómo fue vivir minuto a minuto esos tensos momentos.
Por Gerardo Moyano / Especial
Las tragedias nunca alcanzan a transmitir todo su espanto en las pantallas de la TV: una cosa es verlas, otra es vivirla. Este triste privilegio le tocó al periodista sanfrancisqueño Gerardo Moyano, quien estuvo en el Distrito Federal de México el fatídico 19 de septiembre, cuando se produjo un terremoto que dejó como saldo cientos de muertos.
Gerardo Moyano
Moyano, quien se radicó hace más de 15 años en el país de Centroamérica y escribe para distintos medios de ese país, además de recorrer el mundo en busca de historias, relató cómo fue vivir minuto a minuto esa desesperante jornada, luego de haber estado -por caprichos del destino- en el paso del huracán Irma y en el sismo que sacudió a Chiapas días antes.
11:00 hs. Suena la alarma. La pantalla de TV del restaurante donde estoy escribiendo la nota sobre mi reciente experiencia en el sismo de Chiapas muestra la leyenda "Alerta sísmica". No estoy al tanto del simulacro, pero la calma de los capitalinos me tranquiliza. Algunos salimos a la calle en orden, otros se quedan a terminar su platillo. Apenas un minuto y todo vuelve a la normalidad. Ato cabos y me percato de que hoy se cumplen 32 años del terremoto de 1985 en la Ciudad de México, el cual se cobró miles de vidas.
13.14 hs. No sé si es porque ya lo viví en Palenque, la noche del 7 de septiembre, pero me doy cuenta enseguida. El movimiento es apenas perceptible, pero sé que ha comenzado a temblar. Esta vez es diferente, no es una oscilación, sino una leve trepidación que siento primero en las piernas. Me levanto del sofá en calma y le digo a mi amiga que es un temblor, que tenemos que salir. Me mira incrédula, mientras busca las llaves. No hay tiempo que perder. Son 7 pisos hasta la planta baja y el movimiento se hace cada vez más fuerte. En la escalera, nos encontramos con algunos vecinos que buscan salir. Otros miran desde las puertas de sus departamentos, pero no se animan a mover. Mi amiga coge en sus brazos a Gastón, el perrito de la casa, que se orina del susto. Por el movimiento, la escalera parece de caracol. Es difícil dar los pasos, mi amiga cae, pero se vuelve a levantar. Hay que salir, rápido. Por suerte, alguien ya forzó la puerta principal. Alivio.
13.15 hs. Estamos afuera, en medio de la calle, rodeados de edificios. Mi amiga está descalza, pero es lo de menos. Hay otra gente semidesnuda. Llantos. Pavor en las miradas. Los celulares en alto apuntan al edificio contiguo. Humo y llamas se asoman por la azotea.
13.18 hs. El piso ya no se mueve. Aprovecho lo que puede ser un impasse y me lanzo a buscar los teléfonos celulares y lo que pueda agarrar al vuelo. Subo dando brincos de 6-7 escalones. Al pasar por el sexto piso, siento el humo que viene del edificio colindante. Al entrar al departamento me encuentro con el pesado espejo de la sala atravesado en el paso. Hay cosas tiradas, cajones abiertos, puertas de alacenas caídas. Busco los móviles, cargadores y lo que puedo manotear. Se me hace difícil recordar la bajada, pero calculo que la hice en menos de 40 segundos.
13.20 hs. El olor a gas en la calle es cada vez más intenso. Mientras buscamos refugio en puesto de verificación vehicular a un lado del metrobus Chilpancingo, un estallido lo estremece todo. Las láminas del puesto se arquean por la onda expansiva. Supongo que acaba de estallar un tanque estacionario de gas, pero no hay tiempo de confirmarlo. La gente corre en todas las direcciones. Elegimos la que parece más segura.
13.22 hs. Los semáforos están apagados. El tránsito está atascado. Veo gente parada sobre un puente vehicular, pero no parece el mejor lugar para resguardarse. Por suerte, a tan solo metros hay un parque. Ya hay gente agrupada en la cancha de baloncesto, otra en los juegos para niños. Unos lloran y se abrazan. La mayoría intenta hacer llamadas a sus seres queridos, pero es en vano, no hay señal. Unos niños de entre 7 y 8 años relatan "el susto de sus vidas". Cuentan que durante el simulacro, habían salido "ordenaditos", pero cuando tembló más tarde, la maestra gritó que corran. Y así lo hicieron. Ellos tienen suerte. Otros colegios se han derrumbado con niños adentro, no muy lejos de aquí.
13.30 hs. La gente cuenta sus anécdotas, mientras los helicópteros sobrevuelan la zona y las ambulancias se abren paso entre el caos. Hay humo en edificios cercanos, pero el parque parece el mejor lugar para resguardarse. Una señora se acerca llorando, preguntando por su perro perdido. La historia se repetirá a lo largo de la tarde.
Una tarde inusual. Las noticias llegan a cuentagotas. Unos dicen que se cayeron 29 edificios, otros que más. Que no hay electricidad, y por ende, tampoco red telefónica o internet. Que se suspendieron los vuelos y el transporte de corta y larga distancia. Estamos atrapados en la ciudad de la furia, literalmente. Solo nos movemos para conseguir unas frutas y agua. La gente camina en oleadas por el camellón de Insurgentes. Algunos ciudadanos se convierten en agentes de tránsito y regulan el flujo de vehículos y peatones, aunque no todos obedecen. Hay temor por las noticias de saqueos y asaltos, pero en general el clima es de solidaridad y camaradería. Veo edificios quemados y me dicen que otros se colapsaron a solo unas cuadras de aquí, pero es muy peligroso moverse. Al menos por hoy. A medida que se avecina la noche, la gente abandona el parque. Es hora de regresar al departamento. Allí nos dicen que el edificio contiguo está clausurado por la fuga de gas, pero que ya está controlada y que el nuestro ya fue revisado por Protección Civil. A las 23 vuelve la electricidad y por la televisión e internet desfilan las noticias, las cifras de muertos, el horror, los héroes anónimos, el presidente y su gabinete hablando de las tareas coordinadas. Ciudad de México volvió a temblar un 19 de septiembre. Dicen que la ciudad estaba mejor preparada, pero eso no hace la diferencia para las familias de las más de doscientas víctimas mortales.
20 de septiembre. Entre los escombros. La ciudad amanece en una intensa calma. En algunas zonas, los negocios cerrados y el tránsito limitado rememoran días vacacionales, pero el inusual silencio es interrumpido constantemente por sirenas de patrullas, ambulancias y camiones de bomberos que pasan a toda velocidad. En otras, el ambiente parece "normalizado", pero basta dar una vuelta a la cuadra para encontrarse con una escena de horror: edificios colapsados, acordonamientos de militares, cadenas de voluntarios que pasan víveres de mano en mano, oficinistas convertidos en rescatistas, padres desesperados, señoras que ofrecen alimentos. En la esquina de Medellín y San Luis Potosí, donde las retroexcavadoras remueven los escombros de lo que fue un edificio de oficinas, los voluntarios que trabajan en el acopio de ayuda no dan abasto. Preguntan por personas que puedan llevar víveres a Puebla, Morelos o Estado de México, pues las donaciones superaron todas las expectativas. Lo mismo con voluntarios, a quienes tienen que mandar a otros sitios, pues no hay lugar para todos. La misma historia se repite en otras esquinas donde ciudadanos, fuerzas armadas, policías y protección civil trabajan palmo a palmo, sin cesar, en busca de personas atrapadas entre los escombros. La herida de 1985 está más abierta que nunca. Y esto no ha acabado. Ahora toca esperar réplicas, ayudar y reconstruir. Tarde o temprano, todo volverá a la normalidad.