El rescate del muerto
Un hombre tiene un recuerdo que lo atormenta: el de su vecino, oficial, despidiéndose de sus 12 hijos antes de ir a cuidar en 1934 un puesto fronterizo en Los Andes, donde lo asesinarían contrabandistas chilenos. El cuerpo del vecino, 55 años más tarde, sigue en la montaña, y este hombre logra que una comisión sin entrenamiento ni experiencia a caballo vaya a buscarlo, bordeando precipicios y ríos en deshielo.
Por Manuel Montali | LVSJ
Cifuentes. Juan Cifuentes.
No suena como James Bond pero guarda una buena dosis de épica criolla. Porque si hay algo épico y abnegado en la literatura histórica mundial, son los capítulos de traslado de un cadáver, sobre todo si es un cadáver ilustre y en esa acción se pone en juego la propia cabeza. ¿Cómo se explica, si no, una acción tan estúpida como arriesgar una vida por un muerto? ¿Cómo se explica, si no, una acción tan estúpida como arriesgar la vida, la propia, la única que tenemos, por cualquier cosa que exceda nuestro interés personal?
A Cifuentes solo le falta un Ernesto Sabato que lo inmortalice, que cuente su epopeya de Far South como se cuenta en "Sobre héroes y tumbas" la huida de los soldados que llevaron los restos descarnados de Juan Galo de Lavalle por los senderos de la Quebrada de Humahuaca, para que Manuel Oribe no pudiera mostrar su cabeza en una lanza.
Juan Domingo Cifuentes. Morocho de 32 años y bigotes incipientes. Agente policial. Una casa de piedra, una mula con algunas provisiones, un arma de fuego y un sable. Eso era todo lo que tenía para cuidar el paso fronterizo entre Argentina y Chile en El Tanquero, Cordillera de Los Andes, norte de Neuquén. Eso, su soledad, las montañas nevadas y el avistaje de algún que otro cóndor, al menos hasta que luego de algunos meses pudiera volver a su casa de Tricao Malal, donde vivía con sus 12 hijos.
El 13 de mayo de 1934, con una temperatura seguramente de fría a helada, intentó frenar a un grupo de contrabandistas chilenos, cerca del volcán Domuyo. Solo. La comisaría más cercana no estaba nada cerca: a unos 100 kilómetros.
Los alcanzó en el Cajón del Alto Mallín. Pero ellos le agujerearon la cabeza de un balazo y lo dejaron tirado. Para que aprendiera a no hacerse el héroe. Para que aprendiera a mirar hacia otro lado.
Dos puesteros encontraron su cadáver y le dieron sepultura en una meseta cercana. Una comisión policial esperó a que pasaran las nevadas de invierno para intentar recuperar sus restos, pero fracasó. Allí quedó Cifuentes, durante 55 años, como si siguiera cumpliendo la misma tarea. Su única visita era la de un peón de campo, Francisco Anicasio Vázquez, que en uno de sus tantos cruces de Argentina a Chile le puso una cruz a la tumba, quizá para diferenciar esa nada solitaria del resto de la nada solitaria de las montañas. A veces le dejaba también unas velas y le acomodaba las piedras de encima.
Ya para 1989, el suboficial Juan Evangelista Romero aseguraba no poder sacarse una imagen de su cabeza, un recuerdo de sus cinco años. Era el de Cifuentes, su vecino en Tricao Malal, abrazando a su docena de hijos antes de partir hacia su puesto en el paso fronterizo.
Romero solicitó en marzo a sus superiores que armaran una comisión de cinco policías para encomendarles la recuperación de los restos de Cifuentes, esa que no se había podido hacer en 1934. Increíblemente, los convenció.
Tras cumplir con un largo trayecto en camionetas, los oficiales se encontraron nada menos que con el baqueano don Francisco. Él los guio, a caballo (siendo que no todos los policías habían montado alguna vez) unos 25 kilómetros, en fila india, bordeando precipicios, laderas escabrosas y deshielo de ríos: un mal parpadeo, un estornudo involuntario, y la ecuación entre vivos y cadáveres a recuperar podía cambiar drásticamente.
Ahí es donde se cuela la épica, en ese riesgo tan extremo como innecesario. En una causa superior, en el romanticismo, en lo temerario. En una obstinación de la memoria.
Afortunadamente, llegaron todos enteros hasta la meseta devenida tumba y no hubo que reflexionar mucho más sobre lo sensato o no de la misión. La cruz estaba caída. Cavaron un metro y medio, y nada. Pensaron que se iban a volver con otro fracaso a cuestas, que era casi peor que caerse por un barranco. Pero siguieron un poco más hasta dar al fin con una bota y de allí con el esqueleto, cuyo cráneo mostraba la prueba certera de un agujero de bala. Sorprendidos por el buen estado de conservación de los restos, los guardaron en una bolsa mortuoria y emprendieron el retorno.
Se hizo un monolito especial en el cruce de las rutas 43 y 54, donde se depositaron los huesos. De la ceremonia participaron el suboficial Romero y uno de sus antiguos vecinos, el comisario inspector Narciso Aurelio Cifuentes, hijo del policía asesinado.
Cifuentes. Juan Cifuentes. Allí permanece ahora, custodiando otro cruce de caminos, como si siguiera de servicio.