El gánster que maravilló a Gardel
Un encuentro marcará para siempre el pentagrama de la música argentina. Cosa curiosa, o quizá como una muestra más de nuestra identidad hecha de mosaicos, ese encuentro no sucede aquí.
Por Manuel Montali
En "Respiración artificial", Ricardo Piglia se plantea cómo narrar los hechos reales, y documenta un hallazgo digno de un fuerte "Eureka". En Praga, Franz Kafka mantiene una serie de conversaciones febriles con un pintor que lo fascina tanto como lo horroriza. Ese joven artista pasará a la historia no por sus cuadros sino por su proyecto político. Este joven artista será Adolf Hitler. En esta reunión cumbre del siglo XX, la historia hablará de sus arbitrariedades, inmiscuyéndose en la literatura y en las armas. El mundo como un campo de concentración. Los hombres como horrorosos insectos.
Piglia nos mostrará que, en materia histórica, quien quiere oír, oye. Quien sabe ver, ve.
Pocas décadas más tarde, en Manhattan, Nueva York, un mocoso aprendiz de gánster, de la barra del futuro "Toro salvaje" Jack La Motta, se ganaba el apodo de "lefty", por los sopapos que propinaba con su zurda a cualquiera que se animara a burlarse de las dificultades físicas que arrastraba como secuelas del parto. Ya lo habían echado de un par de colegios cuando su padre, Vicente, pasó por un anticuario y le compró un instrumento alemán de sonido lacrimógeno: el bandoneón. El hijo hubiera preferido una armónica. De todas maneras, la música se le empieza a meter bajo la piel. Conocía el tango por su padre, y en Estados Unidos escucha a Brahms y Mozart, descubre el jazz y mama de la acentuación rítmica tres más tres más dos por la música popular judía que sonaba en una sinagoga vecina.
El chico seguía dando algunos problemas. Viviendo en "Pequeña Italia", se escapaba para ir a jugar al pase inglés o escuchar músicos como Cab Calloway o Duke Ellington. Seguía deseando una armónica, y con un compinche deciden robarla de una tienda Macy's. Los detienen, pero logran escapar a último momento. El destino le marcaba el norte con el "fueye", por lo que da sus primeras presentaciones y se gana el mote de "la maravilla infantil del bandoneón". En un recital para la inauguración del nuevo Rockefeller Center, un señor le hace un dibujo y se lo regala. Si hablamos de reuniones cumbres, basta con señalar que el "señor" era el mexicano Diego Rivera.
Pero aún no llegamos al encuentro que marcará para siempre el pentagrama de la música argentina. Cosa curiosa, o quizá como una muestra más de nuestra identidad hecha de mosaicos, ese encuentro no sucede aquí. Estamos en Nueva York, a finales de 1933. Allí se instala Carlos Gardel. El padre de nuestro pequeño gánster talla una estatuilla de gaucho con guitarra y le encomienda a su hijo que se la lleve a su ídolo. El chico nunca fue tímido, así que llega hasta el departamento de Carlitos, le entrega el presente y le cuenta que toca el bandoneón. Gardel quiere escucharlo. El chico acepta y ejecuta unas piezas. El "Zorzal" queda maravillado, aunque le aclara que para el tango tocaba el "fueye" como un gallego... Quizá sea la primera de muchas veces en que le dirán que lo suyo no es dos por cuatro. Pero Gardel se lo dice con cariño. Es tanta la simpatía que le toma, que entre 1934 y 1935, mientras filma cuatro películas en Paramount, lleva al chico como traductor e incluso lo hace tocar en su orquesta.
El "Morocho del Abasto" lo hace participar como canillita en la película "El día que me quieras" y lo invita para que lo acompañe a la gira que terminaría en el suelo de Medellín. Como el sindicato de músicos de Estados Unidos no permitía que trabajaran menores, Vicente se niega... El avión de Gardel se estrella. Poco después, el chico vuelve con su familia a Buenos Aires.
Hay quien asegura que, la estatuilla que hiciera Vicente, estaba en el avión y después fue vista semi quemada en algún anticuario de Nueva York. Un milagro difícil de comprobar. El milagro real es que Vicente compró un viejo instrumento alemán y se lo regaló al hijo que soñaba con una armónica. Y que ese pequeño pandillero encandiló primero al padre del tango, luego a otro de sus mejores hijos y a cuanto genio musical se le cruzó en el camino. Porque con la misma determinación con que sacaba un cross de zurda, siendo todavía un pibe se metió entre las filas de Aníbal Troilo. La leyenda de Astor Piazzolla comienza en ese encuentro con Gardel. El resto es historia. Porque la historia habla a quien sabe oírla, y se muestra para quien sabe verla.