El autor que vivió muriendo
Un homenaje, a un escritor fallecido, de parte de sus amigos y lectores que quieren elevar una obra enterrada hace décadas. Tiene todo lo de los típicos tributos post mortem. Pero, cosa rara, el muerto decide aparecer por el convite.
Por Manuel Montali | LVSJ
Amigos, lectores, se reúnen para hacerle un homenaje a un autor al que se considera, si no uno de los padres, el más representativo de la literatura "jazzística". Escritor del gusto de Julio Cortázar, ni más ni menos. Es un tributo que piensan, creen, necesario y justo, pero póstumo. Están convencidos de que ese autor, de perfil bajísimo y con una obra sepultada por años de silencio, no ha tenido en vida los reconocimientos que hubiera merecido. La sorpresa, sin embargo, se la llevan ellos, cuando el homenajeado aparece para ser testigo de su reconocimiento. Tiene que ser un fantasma, o un farsante. De lo contrario, no hay manera de explicar su ostracismo, su renuncia a seguir escribiendo cuando en los setenta parecía ser el indicado para marcar el ritmo de la nueva literatura. Él, sin embargo, se guarda su propia explicación. A quien quiera preguntarle, simplemente le dirá:
-Perdí la épica.
Néstor Sánchez había nacido el 7 de febrero de 1935. Pasó su infancia en Villa Pueyrredón, escenario surreal del oeste porteño conocido como "La Siberia", lo que sería inspiración para su novela "Siberia blues". Aunque aquí ya nos metemos en problemas, porque catalogar de "novela" una obra como la mencionada, o como "Nosotros dos", es un error. No lo son, aunque tengan el formato básico: un principio de historia, un par de centenares de páginas.
Se puede decir que sus libros son poemas en prosa. Ritmo, sobre todo. Hijo de un obrero ferroviario que encontraba la pasión en la poesía y el piano (hasta su muerte temprana), se hizo su síntesis perfecta. Empezó a gestar una alquimia en la que palabras y párrafos mutaban en canciones, yendo por aquí, o por allá, probando sonidos sin una trama que los encorsete.
La música le brotaba de los dedos, de la tinta de sus palabras. Y si bien su literatura quedó marcada a fuego por las cuatro letras de "jazz", lo suyo era también el tango, sobre todo el tango bailado, en lo que fue un profesional, llegando a tener un conjunto en 1955 junto a Juan Carlos Copes.
Fue como si improvisara música que empezó a saltar a la hoja en blanco sin ideas, como quien pone notas en un pentagrama, pulsando las palabras-cuerdas para ver qué rumbo toman, hacia dónde lo llevan con su melodía. Se propuso escribir sin argumentos, lo más lejos posible de las convenciones, de las tramas trilladas que se anticipan solas en los best sellers. Se propuso, además, reírse de los señores serios de las academias, los dueños de las formas correctas de escribir.
Ante algunas confusiones que despertaba su obra, Cortázar, con quien tuvo varios acercamientos, casi una amistad, lo explicó con simpleza: críticos que miran (y miden) hacia atrás frente a un artista que va hacia delante.
Pero Sánchez luego afirmaría que se quedó sin material, sin el combustible que era su propia vida, sus vivencias, sus aventuras. Cuesta creerlo, porque se puso a caminar y anduvo por todos lados, armando relaciones y hogares que, en la improvisación del jazz, podían empezar y acabar en cualquier momento.
En la faz personal se casó con Nelly Andreu, tuvo a su hijo Claudio y se separó. Todo en 1960. Para 1963 publica su primer libro de cuentos, "Escuchando a tu hijo y otros relatos", del cual luego renegaría. Su estilo tomó forma por otro lado. Siendo crítico literario de Primera Plana, escribió el artículo "El lenguaje jazzístico", manifiesto de sus próximas obras. Así, por intermediación del mismo Cortázar, Sudamericana le edita "Nosotros dos" y, en 1967, sale "Siberia blues".
Pero la melodía de Sánchez entró en interferencia con sus pies, que le marcaban otro tiempo. Viajó por Perú y Chile, y varias ciudades de Estados Unidos. Ganó alguna que otra beca como la de la Universidad de Iowa en 1969, a la que luego renunció. Adhirió al surrealismo y a la Generación Beat. Probó alguna droga como inspiración. Se codeó con las obras y las filosofías de George Gurdjieff y Carlos Castaneda. Y dio forma a "El Amhor, los Orsinis y la Muerte".
Comenzó a trabajar de traductor de francés e italiano (más de treinta libros aparecidos en español por estos lares, hasta la década del noventa, se deben a su trabajo). Armó y desarmó otras parejas. Pasó por Caracas y se fue a Europa: Roma, Barcelona. Consiguió que le tradujeran sus libros y le adelantaran dinero para un proyecto de nueva obra que mintió tener en prolegómenos. Finalmente en 1973 vio la luz en el Viejo Continente la novela "Cómico de la lengua". Deprimido, sin ganas de escribir, ni de vivir, ni de nada, abrumado por la conciencia permanente de la finitud, más amigo de la botella que del saxo, recaló en París.
En 1975 tuvo una hija, Pabla, fruto de su relación con Teresa Vaugelman, que falleció a los pocos días de vida. Dos años más tarde, Sánchez cayó en su primera gran crisis psiquiátrica. Se separó de Teresa y vagó, en principio dando talleres literarios pero luego como indigente, por Niza, Los Ángeles, Manhattan.
Se hizo piedra y camino. La madurez lo dejó sin fuerzas para seguir saltando al vacío de las páginas en blanco. La resistencia editorial también incidió en ello. Siempre dijo que su obra fue mal leída, o mal interpretada. Que le pesó el mote de "raro" y su asco hacia el renombrado "boom" de la literatura latinoamericana. Simplemente, dejó de tocar. Fue un cronopio cortazariano, queriendo tomar a la ligera las cosas que la gente de traje y corbata (los famas, para seguir en la tónica de don Julio) no permiten desacralizar. Fue un aventurero. Fue un border, un vagabundo, un clochard.
Su hijo, Claudio, logró ubicarlo e iniciar una correspondencia con él en 1982. Volvió a Argentina, a su casa natal de "La Siberia", en 1986, después de dieciocho años de vagar, siendo otro o siendo nadie. Su obra ya estaba olvidada, aunque logró publicar un último libro de relatos en 1988, "La condición efímera". Intentó postular a la beca Guggenheim, proyectó una nueva obra para el caso de ganar, pero ya no pudo romper el mute. Más que la épica, había perdido el jazz, el ritmo. Y aquí anduvo. Él, que en su juventud había coqueteado mucho con la idea del suicidio, vivió muerto sin necesidad de apuntarse con la pistola.
Después de otros muchos años de impasse, el escritor al que sus amigos creían fallecido terminó de darles (y de darse) la razón, como una profecía autocumplida, cuando partió en 2003.
Dejó sus libros como una música que sigue sonando, bajito y en alguna estación AM, pero todavía viva, libre y desafiante.