Crónica de la publicación de una novela
Un escritor algo desconocido y su esposa empeñan hasta sus últimas posesiones para mandar desde México a la Argentina una novela en la que tienen puestas sus últimas esperanzas. La obra es demasiado grande y pesada. Apenas si pueden mandar los primeros capítulos. No les queda más que aguantar el hambre y esperar.
Por Manuel Montali | LVSJ
Muchos años después, frente al altar, Mercedes había de recordar aquella noche remota en que su esposo le propuso matrimonio por primera vez, en la inconsciencia de una parranda popular, cuando ella apenas había terminado la escuela primaria.
Catorce veranos más tarde, él ya había empezado a vivir del periodismo. Se hizo notar con una crónica por entregas sobre un naufragio. Pero lo que en verdad le gustaba era la literatura. Se había asomado temprano a los clásicos, y "La metamorfosis" le había dejado una impresión especial. Eso de que una persona se levantara un día convertido en un insecto, sin mayores explicaciones, le gustó. Ahí donde vivía, esos milagros de cosas a veces bellas, otras horribles, parecían posibles. Después le voló la cabeza el universo de William Faulkner, las intrigas y dramas familiares que iban salpicando de generación en generación.
El matrimonio vivió algunos años de escasez, corriendo la liebre por distintos rincones del mundo. Él publicó una serie de novelitas. La primera de ellas la ofreció a una prestigiosa editorial, Losada, y obtuvo una recomendación de dedicarse a la poesía. Con las siguientes le fue apenas un poco mejor. Algunos críticos lo fueron conociendo, fueron encontrando un cierto color (y calor) particular en sus letras. Esa aldea caribeña de nombre inventado, con chozas de barro y cañabrava a la orilla de un río, asediadas por insectos y sacudidas por ventiladores de pie, tenía mucho en común con el caribe que todos conocían, pero al mismo tiempo era genuino y diferente a cualquier región del mundo.
Los desaires con sus libros lo apartaron un tiempo de esa senda, pero instalado en México se propuso retomarla con "seriedad" desarrollando una novela más compleja y ambiciosa que las anteriores, donde se trastocaran los tiempos y las personas pudieran despertarse un día convertidas en insectos, o en fantasmas, o levitar, o perder la memoria, o sufrir inundaciones eternas, o nacer con cola de chancho.
Empezaba la segunda mitad de los sesenta en Latinoamérica. El panorama cultural venía convulsionado. Bueno, desde la revolución en Cuba, todo hervía en esta porción del mundo. Algunos escritores parecían estar disputándole el patrimonio de las letras a maestros como el chileno Pablo Neruda, el cubano Alejo Carpentier y el argentino Jorge Luis Borges, como su compatriota Julio Cortázar, que había reventado a patadas el tablero literario con "Rayuela". El peruano Mario Vargas Llosa también había dado que hablar con "La ciudad y los perros". El mexicano Carlos Fuentes se había hecho renombre con "La región más transparente". El paraguayo Augusto Roa Bastos y el mexicano Juan Rulfo aportaban otras obras a la biblioteca mundial.
El periodista-escritor terminó su novela con los derechos de publicación comprometidos verbalmente con una editorial menor. Después del primer rechazo de Losada, en esta ocasión había intentado pegarla en grande con "la editorial", Seix Barral, pero desde allí le pidieron que metiera la obra en un concurso que organizaban.
Ahí apareció entonces el editor de Sudamericana, el argentino Francisco "Paco" Porrúa, interesado en saber de qué estaba escribiendo ese muchacho colombiano del que le habían llegado algunas referencias. Él y Mercedes juntaron sus ahorros y llevaron la novela al correo. El problema es que pesaba tanto que no les alcanzaba para enviarla completa a Buenos Aires. Pero él sabía que, incluso prescindiendo del final, o hasta de unos cincuenta años del siglo que relataba, podía demostrar que su obra estaba para jugar en primera. Mandó los capítulos iniciales.
Sin saber qué pasaba allá abajo, en Argentina, fueron con Mercedes a empeñar sus últimas posesiones: un secador, un calentador y la batidora. Terminaron así de enviar la novela.
El libro era para ellos lo que el gallo de riña para el coronel de una de las obras que había publicado previamente. Y como a éste y su mujer, no les quedaba más que mierda para comer.
Mercedes, que ni siquiera había leído la obra, miró a su marido y le dijo:
-Oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala.